Misterios de Lisboa es otra película imprescindible del gran Raúl Ruiz
El estreno de uno de los últimos trabajos de uno de los más grandes directores latinoamericanos de la historia es un acontecimiento imperdible. Raúl Ruiz fue también Raoul Ruiz, uno de los más grandes directores europeos de la historia. Y fue ambas cosas, porque hizo películas en Chile (entre otras, la imprescindible Palomita blanca) y muchas más luego de exiliarse en Francia, aunque no solamente las hizo en Francia. El gran director prolífico y nómade hizo cine todo el tiempo, a una velocidad pasmosa, con una variedad asombrosa, y con una calidad y una inventiva difíciles de exagerar. Su triunfo cinematográfico-literario de una de las poquísimas películas suyas estrenadas en nuestro país, El tiempo recobrado, se ve aumentado a niveles extraordinarios con Misterios de Lisboa. Ruiz pasa de Marcel Proust a Camilo Castelo Branco, el gran autor portugués, el mismo que fue adaptado por Manoel de Oliveira en Amor de Perdição.
Misterios de Lisboa es folletín, es melodrama, es del mejor cine que nos haya dado hasta ahora el siglo XXI. Casi de cualquier material Ruiz hacía cine personal, y en general en sus muchas adaptaciones literarias supo brillar. En Misterios de Lisboa lo hace especialmente, espacialmente, narrativamente. Porque Ruiz fue una máquina de narrar, un genio inusual, un revelador de los espacios en el cine, en hacerlos parte fundamental de las acciones, las tribulaciones y los absurdos de sus personajes.
Misterios de Lisboa es la historia de Pedro, y así lo postulamos por la unión del principio y el final de las apasionantes cuatro horas y media de la versión cinematográfica (hay otra de seis horas para televisión). Pero también es la historia de la madre de Pedro, y del abuelo, y de unos bandidos, y de un cura y otro religioso, y de nobles y amores y fantasmas y tragedias alrededor. Las historias se despliegan, se contagian una a otra, se prestan sus senderos que se bifurcan y se vuelven a unir, y los personajes cambian y se transforman. En Misterios de Lisboa el fin del siglo XVIII y el principio del XIX en Portugal, Francia y también en Italia cobran vida pero no como en una película "de época" que "se ambienta" de manera puntillosa, cuidadosa, inmóvil. Aquí hay diálogos lacerantes, hirientes, elegantes, nobles, sagaces, dichos con la confianza actoral de intérpretes manejados por un director único, que, al ubicarlos en espacios que controla con mano maestra -esos travellings a través de las paredes, esos recortes de foco, esos espejos fundamentales-, los hace dar lo mejor de sí, los inunda de confianza, les insufla movimiento, alma, los inserta en una puesta en escena de agilidad memorable, para ver a repetición. Los planos secuencia -como ése del joven Pedro en el paseo con el padre Dinis-, las revelaciones, los cambios de punto de vista y de voz narrativa, el despliegue de pasiones desencontradas, el dolor y el humor, siempre el humor zumbón de Ruiz que surge en los momentos más inesperados, construyen una película que puede cambiar nuestro modo de ver el cine y, por lo tanto, la vida. Esto es cine imprescindible, cine inolvidable, cine para agradecer.