Adaptación de una novela del siglo XIX del portugués Camilo Castelo Branco, Misterios de Lisboa fue la penúltima realización del genial realizador chileno Raúl Ruiz, y quizá su obra más ambiciosa. Inicialmente serie para televisión, en 2011 Ruiz pudo editarla como largometraje, algo por lo que el mundo cinéfilo estará eternamente agradecido. Son cuatro horas y media y la ambientación, decimonónica, con flashbacks y flash-forwards, puede disuadir al espectador más predispuesto; pero enseguida la ficción de época se transforma en una odisea de tintes surrealistas, con efectos visuales y narrativos inusuales para el género. No alcanza con decir que el film es inclasificable: Ruiz está claramente en la cima de su genio como cineasta, y todos sus experimentos formales de los 70s y 80s se vuelcan en pro de la narración, en un film que deja huellas imborrables en la memoria de su público. Todo empieza con los recuerdos de João, en primera persona y en off, desde su crianza en un convento de Lisboa hasta el descubrimiento de su madre, que acude a verlo en su lecho, enfermo, y lo alude en su verdadero nombre, Pedro. Cautiva de un tirano conde, la madre clama por recuperar a su hijo, a lo que ayudará el honrado padre Dinis. La trama seguirá en otras ciudades, guiada por cinco o seis voces de narradores distintos, y los personajes cambiarán de identidad, generando una narración tempestuosa que jamás cae en una experimentación caprichosa. Aparte de juegos con lentes, de un moderno neoclasicismo, hay escenas memorables: Pedro baila con una muchacha en un gran salón, y sus desplazamientos son fantásticos, como si flotaran rodeados de parejas que a su lado parecen toscas. Será una hipérbole, grande como su duración, pero Misterios de Lisboa es la clase de film que honra al arte, no siempre feliz, cierta vez caratulado de octava maravilla.