Historias extraordinarias
Con más de 100 películas en su haber el chileno Raúl Ruiz fue no sólo uno de los directores más prolíficos sino también uno de los más personales y brillantes desde que arrancó a comienzos de la década de 1960 hasta su muerte en 2011. Por una encomiable iniciativa del realizador argentino Daniel Rosenfeld llega a tres salas locales esta maravillosa épica histórica de largo aliento (cuatro horas y media de duración), que nació como miniserie televisiva pero tuvo un merecido paso por la pantalla grande. Uno de los acontecimientos cinéfilos del año.
El cine como fuente inagotable de relatos; como una polifonía de voces en las que se entrecruza la literatura y la Historia; como un laberinto de narraciones que reposan en lo real, despegan gracias a lo onírico y alcanzan su dimensión infinita en la memoria del espectador. Podría estar hablando de Historias extraordinarias (2008). de Mariano Llinás, pero en realidad me refiero a la desbordante Misterios de Lisboa, de Raúl Ruiz, que pude disfrutar en su montaje cinematográfico de 266 minutos (272 según otras fuentes), una versión redux de los seis capítulos de una hora que se emitieron en la televisión portuguesa.
Adaptación de la novela homónima de Camilo Castelo Branco, Misterios de Lisboa se despliega como un mosaico inabarcable que arranca en la Lisboa del siglo XIX para luego propulsarse en espiral hacia otros tiempos y lugares (Italia, Francia, Brasil). Una saga protagonizada por huérfanos, bastardos y almas en pena atormentadas por su pasado. Una selecta representación de la comprometedora trastienda de la aristocracia portuguesa (y europea), entregada con resignación a las ironías del destino. Herederas francesas obcecadas con limpiar su honor, harapientos bandidos reconvertidos en nobles de nuevo cuño, asombrosas revelaciones paterno-filiales, amores ilícitos y, como la guinda del pastel, un personaje memorable: el Padre Dinis (un soberbio Adriano Luz), un maestro del disfraz que, cual personaje de historieta y figura omnisciente, parece estar en todas partes, mover todos los hilos.
Ruíz aborda este material con disciplina y audacia, surcando las cadenas de flashbacks (dentro de flashbacks, dentro de flashbacks...) con una cámara que parece danzar en torno a los personajes dibujando coreografías de ida y vuelta, revelando nuevos misterios en cada uno de sus movimientos, un poco a la manera de Mizoguchi.
Las tomas son largas (en ocasiones, planos secuencias), la profundidad de campo, desmesurada y expresiva. De hecho, durante la película no podía dejar de pensar en Soberbia / The Magnificent Ambersons (1942), de Orson Welles, aunque a Ruiz no le interesa demasiado honrar la Historia y levantar mausoleos, sino más bien lo contrario: juguetear con sus protagonistas y desmitificar sus hitos, cuestión que también lo aleja ostensiblemente del trabajo de Manoel de Oliveira.
Podría pensarse en Misterios de Lisboa como de un gato de tres patas, con una garra puesta en la teatralidad, otra en una acepción sui generis del realismo baziniano y la tercera apoyada en unas inquietantes alteraciones onírico-alucinógenas. Un cóctel que no deja de mirarse en el espejo de la modernidad, fabricando mecanismos autoconscientes (ese amor prohibido filmado/observado desde detrás de unas cortinas). En el fondo, Ruíz aspira a reconciliarnos con el valor primigenio de la narración: el placer de ver, escuchar y dejarse embaucar.