El involuntario testamento del mejor director de cine del continente podría haber durarado seis, ocho y doce horas y su encanto seguiría siendo el mismo. En estas brillantes cuatro horas y media se pude ver lo mejor del cine de Ruiz.
En un texto seminal y muy leído entre nosotros, El escritor argentino y la tradición, Borges ensaya su posición frente a una dudosa identidad de la literatura nacional y propone un modelo a considerar a sus coetáneos. Afirmaba: “Creo que los argentinos, los sudamericanos en general… podemos manejar todos los temas europeos, manejarlos sin supersticiones, con una irreverencia que puede tener, y ya tiene, consecuencias afortunadas”.
La cita sintetiza la topología de Borges como escritor, y asimismo sirve perfectamente para situar la extraordinaria obra cinematográfica de Raúl Ruiz, el cineasta chileno nacido en Puerto Montt que en la década de 1970 emigró a Francia y continuó erigiendo una obra inmensa. Sin temor a equivocarse, Ruiz fue al cine lo que Borges fue a la literatura: un autor excéntrico (porque no pertenecía ni se ubicaba en el centro) y de intereses múltiples, capaz de asociar temas disímiles y de procedencias remotas en una indagación libre y filosófica en la que cualquier género cinematográfico resultaba legítimo para sus propósitos. Ruiz hizo de todo: ensayos, documentales, comedias, thrillers, dramas, biopics; trabajó con presupuestos mínimos y sustanciosos, con desconocidos y con estrellas de cine, y en todo lo que hacía persistía esa irreverencia a la que aludía Borges. Fue él quien llevó al cine El tiempo recobrado, el tomo final de En búsqueda del tiempo perdido de Marcel Proust, un tesoro nacional francés que le fue concedido a él, un cineasta chileno, para que encontrara la recta forma de filmar un objeto imposible.
Misterios de Lisboa, el penúltimo largometraje de Ruiz, es verdaderamente un largo sin fin. Dura cuatro horas y media y eso se explica en parte porque fue concebido también como una serie televisiva (o una novela), con dos horas más de extensión. La fuente del filme es literaria, una novela decimonónica del escritor lusitano Camilo Castelo Branco, pero en manos de Ruiz nada tiene de ilustración, como también sucedía en otra novela adaptada al cine de Branco, Amor de Perdição, dirigida entonces por el gran Manoel de Oliveira. Hay que decir que el formalismo de Ruiz alcanza aquí su mayor esplendor y concentración. Lo que se ve en varias secuencias es inconcebible en la literatura. ¿Cómo se escribe curvando el espacio? ¿Cómo se lee la flotación de la conciencia de un personaje? Las imágenes de Ruiz son puro cine o cine puro.
El filme empieza con una declaración tan atractiva como impopular: “Esta historia no es mi hija, ni mi ahijada. No es una ficción: es un diario de sufrimientos”. Quien hablará en primera persona a lo largo de filme es Pedro Da Silva; en un principio es identificado como un niño llamado João, que vive bajo la tutela del padre Dinis, un personaje ubicuo e inolvidable, en una institución católica. La gran ansiedad del niño estribará en saber quiénes son sus padres. A la madre la conocerá fugazmente, hasta que ella decida internarse en un monasterio para expiar su culpa respecto al destino del padre de Pedro, que perdió la vida. Pero ¿es él el padre de Pedro? De este interrogante se desprenderá una cantidad de historias impredecibles. Cada personaje remitirá a otro y abrirá un nuevo relato yuxtapuesto. Todo es incierto en el universo de Misterios de Lisboa, que sitúa sus múltiples relatos a fines del siglo XVIII y principios del XIX.
En efecto, tener un nombre es aquí tener un destino, como también un disfraz. Muchos de los personajes tienen varios nombres y vidas secretas o paralelas. La indeterminación de la identidad es pareja a la indeterminación narrativa. Tener o ser un Yo es intentar hilar eventos que digan algo y ordenen los actos de alguien; la ficción es una tecnología de perpetuación de la identidad. He aquí el corolario filosófico.
Ruiz había advertido que el cine estaba ceñido a una poética narrativa determinada por lo que él denominaba “el conflicto central”. En su monumental libro Poética del cine batalló contra ese concepto, según el cual todo relato debe articularse en torno a un conflicto fundamental que se enuncia en el principio, anuda las escenas y los actos restantes y llega en el desenlace a una resolución. En Misterios de Lisboa, la aparición constante de personajes opera como el anuncio de un nuevo (y falso) conflicto central; la estrategia es multiplicarlos, a los conflictos y a los personajes, para disolver ese esquema y liberar así la ficción de ese sistema coercitivo y lógico, de lo que se predica una puesta en abismo permanente en el filme: por cada personaje se suscita un bloque de ficción autónomo que se suma a una gran superficie de ficción en la que coexisten todas las historias de todos los personajes. Dicho de otro modo: el conflicto es sustituido por segmentos de intensidad narrativa en donde abundan breves episodios de amores traicionados, duelos, viajes, paternidades no asumidas y enfrentamientos sociales.
A la rizomática estructura narrativa de Misterios de Lisboa se suma una inventiva visual inigualable. Algunos planos en profundidad de campo, otros contrapicados, ciertos travellings heterodoxos y varios pasajes en los que el espacio literalmente experimenta una curvatura permiten comprobar el genio de Ruiz. Para quienes dicen que el cine todavía no descubrió su potencial visual, la obra de Ruiz es una objeción, una respuesta y un desafío. Uno de los más grandes cineastas de toda la historia del cine fue chileno. He aquí su testamento, una obra maestra que transcurre dos siglos atrás y que es el mejor cine del siglo XXI.