Cuando la verdad se construye a puro artificio
Con una imaginación y una libertad fuera de lo común, el director de O fantasma reelabora, como Fassbinder, las delicias y dolores del melodrama clásico y entrega una película difícil de olvidar, que ya se perfila como uno de los grandes estrenos del año.
En la primera escena de Morir como un hombre, un pelotón de soldados realiza una serie de maniobras nocturnas en el bosque. Bajo el refugio de la oscuridad, dos jóvenes se alejan del grupo para disfrutar de un poco de sexo veloz. Tiempo después, el dúo se topará con una casa de campo habitada por una pareja de travestis, cortando a seco el tono que el relato venía practicando en esos minutos seminales. Uno de los soldados transformados en circunstanciales voyeurs es Zé Maria, quien eventualmente se revelará como hijo de Tonia, la drag queen protagonista del tercer largometraje de Joao Pedro Rodrigues, una película difícil de olvidar y sin lugar a dudas uno de los grandes estrenos de este 2011 que recién comienza.
Luego de los breves títulos de apertura un plano detalle muestra, en pocos pasos y con un simple trozo rectangular de papel, cómo transformar un pene en vagina, al mejor estilo origami. Los cambios de registro serán una de las marcas de estilo del film de allí en más, logrando que cada fotograma sea, al mismo tiempo, una auténtica sorpresa y una consecuencia directa y pertinente del anterior. Una de las tantas virtudes de un film que logra reconocerse como deudor de géneros y estilos del pasado (comenzando por su anacrónico formato cuadrado de exhibición 1.37:1) sin caer en momento alguno en el homenaje llano.
La historia de Tonia, el travesti veterano que desea realizarse un cambio de sexo luego de años de dudas al respecto (notable interpretación de Fernando Santos), podría definirse como un melodrama. Su relación emocional límite –peligrosa, por momentos– con Rosário, el modisto con quien convive, se ve acechada por la adicción del joven a las drogas duras. Pero además están las discusiones y peleas, la lucha contra el egoísmo, la búsqueda de la libertad dentro de una vida compartida. La primera mitad del relato sigue a Tonia, Rosário y Zé Maria –el hijo pródigo regresado para enfrentarse con su pasado y también su futuro– en una vida cotidiana que alterna las tardes en el pequeño patio poblado por plantas y flores, las noches en el camarín del boliche y el trasnochado dolor que sólo dos verdaderos amantes pueden infligirse. Resulta notable la manera en la cual el realizador utiliza elementos visuales y narrativos que podrían interpretarse como clisés –el perrito caniche, los diálogos envidiosos entre drag queens– para hacer de ellos algo genuino y sentido.
Por momentos, la historia recuerda a algunos films de Fassbinder. Y así como el realizador alemán había bebido de las fuentes de Douglas Sirk para reelaborar las delicias y dolores del melodrama clásico, también Rodrigues mira hacia atrás para gestar y parir algo nuevo y personal. Algo similar ocurría en O fantasma, ópera prima del portugués vista en algún lejano Bafici, pero los tonos densos y opresivos de aquella son reemplazados por una humanidad que combate y logra triunfar sobre la oscuridad, incluso en los momentos más tortuosos de Morir como un hombre.
Para cuando Tonia y Rosário inicien una breve excursión al campo, Morir como un hombre ha sabido crear algo más que personajes: seres de carne y hueso tan particulares como ordinarios, terrenales y al mismo tiempo bigger than life. Más allá de una capa externa que ofrece sus dosis de lentejuelas y lip sync, no hay aquí un solo vestigio de pseudo-sensibilidad queer diseñada para el consumo masivo.
Alrededor de la marca de los 70 minutos, poco más de la mitad del metraje, la narración pega un golpe de timón y atrapa a los protagonistas en una suerte de espacio mítico, la misma casa rural del comienzo del film, regenteada por un travesti amante del idioma alemán y el histrionismo culto. Como en una cruza imposible entre una sitcom y las comedias tardías de su coterráneo Manoel de Oliveira, Rodrigues juega con los personajes y los espectadores, haciendo de una salida nocturna en busca de luciérnagas el punto de partida de la aparición de lo fantástico. El plano-secuencia con cámara fija y un sencillo filtro rojo que altera la imagen con tonalidades extrañas –recurso antiquísimo que adquiere aquí nueva vida–, mientras de fondo se escucha un bellísimo tema del artista transexual Baby Dee, es una de las escenas más emocionantes e indescriptibles de este film único. Precisamente, el uso de canciones populares –del hit ochentoso “Total Eclipse of the Heart” a baladas portuguesas contemporáneas– es otro de los logros de Morir como un hombre, detalle musical que la emparienta con otro gran largometraje portugués reciente, Aquel querido mes de agosto, de Miguel Gomes.
Luego del viaje y una simbólica exhumación de recuerdos llegará el momento de la tragedia, anunciada tempranamente en el relato e incluso desde el mismo título. Morir como un hombre no pierde ni siquiera entonces su placidez poética a pesar de la literalidad del último acto, en otro giro narrativo y emocional que, a pesar de las terribles implicancias, nunca dispara munición gruesa sobre el espectador. No hay contradicción alguna entre los términos: hay mucha, muchísima verdad en esta película que hace del artificio, la imaginación y la libertad creativa una de sus armas predilectas.