Por un cine mutante
Mujer conejo es una película muy fuera de lo común; o sea que probablemente se trate de una causa perdida. En realidad, todas las películas de Verónica Chen se las arreglan para escabullirse de una u otra manera de lo ordinario. Pero eso se dice fácil: mucho más importante es poner en palabras el extraño atractivo que emana de ellas. Una película bella, siempre, tiene que ser, por fuerza, una película que nos hable en otro idioma, algo que nunca acabemos de entender del todo, puesto que con una comprensión cabal y definitiva se termina no solo el placer sino la posibilidad de lo nuevo, ese impulso que nos lleva, como detectives, a buscar el detalle, la oscilación repentina, ese estremecimiento que aguarda su momento, como una revelación. Chen tiene cuatro películas en su haber. Son todas distintas, películas ciertamente bellas, raras, que parecen hablar en otros idiomas, que se esconden y nos miran, a veces desde un lugar conmovedor: nos miran, no como si pidieran permiso, o exigieran palabras de legitimación, sino como si el orgullo las habilitara a afrontar, con una firmeza absoluta, una especie de dictamen o de sentencia que ya se ha expedido sobre ellas, acaso demasiado temprano. El público ve poco y nada el cine de Chen; ella lo debe saber mejor que nadie. Sus películas no tienen que esperar nada porque no reclaman nada. Son botellas tiradas al mar, un poco desesperanzadas: criaturas perdidas de antemano cuya fuerza se expide como un lamento, una especie de idioma extranjero, obstinado desde el vamos en vibrar primero y luego perderse, tal vez replegarse sobre sí.
Mujer conejo es una película que tiene belleza, está sola y balbucea. La historia de base es mínima, es un bosquejo de relato, que luego parece ramificarse y extraviarse con un goce extraño, de una libertad insultante. Una mujer que trabaja para el Gobierno de la Ciudad se niega a firmar un papel que autoriza la habilitación de una lavandería en el Barrio Chino. La chica es argentina aunque descendiente de chinos y solo habla castellano; su firma es indispensable para que la habilitación se realice, pero ella considera que no están dadas las condiciones de seguridad mínimas (una pantalla de televisión informa sobre un accidente en el que un inmigrante boliviano queda gravemente herido cuando se le cae encima un pedazo de mampostería del local de marras). La funcionaria se enfrenta con el viejo chino que pretende tener su negocio trabajando en regla y también con sus superiores, que hacen la vista gorda. El viejo le dice a la chica, “qué lástima que no sabés el idioma”. Evidentemente hay un negociado pero no se sabe del todo cuál es. Para complicar las cosas, en una escena muy incómoda y lograda, el empleado de un restaurante chino, amigo de la chica, es apaleado fuera de campo.
Chen empieza con un thriller de tinte social y deriva de a poco hacia una dirección desconocida, de la ciudad al campo, del realismo al cine fantástico, de la legibilidad a la perdición. Los conejos con ojos rojos encendidos que al costado de la ruta miran pasar a la protagonista no son solo parte del título sino que representan la dimensión fantástica de la película, que parece avanzar atravesando géneros y cruzándolos entre sí con una voracidad implacable. Los conejos han mutado, como muta la película, que amenaza con saltar sobre el espectador. La directora hace chocar los primeros planos con los planos generales, las imágenes reales con las imágenes de animación, hace chocar los idiomas, los géneros, el tono de las actuaciones. No hay rasgos psicológicos discernibles en la película de Chen. Solo un deseo, o un impulso, de origen secreto: hacer las cosas obstinadamente, arriesgarse a perderlo todo: el trabajo, el prestigio, la capacidad de distinguir lo real de lo irreal. Incluso la vida. ¿A causa de un imperativo de orden moral? En este caso, la actuación del personaje de la mujer coincide con el buen proceder de cualquier funcionario honesto que se precie, pero puede ser solo una coincidencia de ocasión. La cantante que se prostituye en Vagón fumador, o el nadador que hace trampa en Agua, que se juega todo por un motivo que puede aparecer como inexplicable, tienen también, como sello distintivo, el signo de un impulso que trastoca las cosas, hace rodar los dados y cierra los ojos, quizá para encontrar el consuelo de una verdad interior cuyo carácter resulta al menos inasible. No sabemos con qué se encuentra Chen cuando cierra los ojos, pero ha hecho una película que se balancea en el vacío, que se juega todo, tira los dados y en ningún momento espera verse recompensada por ello. Mujer conejo puede por momentos lucir como algo sin terminar: sus imágenes parecen esquirlas de un relato, un modo de representar el mundo en el que nade se sabe de antemano y solo queda marchar a tientas, juntando fragmentos, con la esperanza de que eso llamado cine, ese mensaje en la botella, encuentre su destinatario. La película nos recuerda que eso que late en la pantalla acaso no esté allí para acompañarnos, ni para darnos consejos, ni está para palmearnos amablemente el hombro sino, quizá, para hacernos estremecer. Mujer conejo puede incluso –esta vez como un bien supremo que no siempre es capaz de usar a su favor– resultar incomprensible. Lo que jamás se le podrá reprochar a Chen es que se engañe respecto de la naturaleza de la relación que su película establece con el espectador. No debe ser casualidad que a los seguidores del cine de Chen nos pase lo mismo: desde el primer fotograma supimos que con ella el trato era a todo a nada, y que a sus películas, como sucede con las cosas que no abundan, había que abrazarlas o perderlas.