Barrio Chino y mutaciones
Son pocas las películas argentinas, las buenas y malas, que se salen de ciertos carriles y eligen el efecto sorpresa que sacuda al espectador. Mujer conejo, con altas y bajas, es un film libre, original, invadido por mixturas genéricas, donde conviven con placer el naturalismo social con el film de denuncia y el terror clase B en versión demencial junto al animé oriental.
Va la traducción cinéfila a la frase anterior: como si los films iniciales de Wong Kar-wai (Chunking Express, por ejemplo) se reunieran con el manga japonés y las mutaciones de conejos. Por eso, el cuarto opus de Chen, indeciso en sus variables estéticas, va al frente sin culpas, ajeno a cualquier vergüenza temática o formal. Ana (hermosa Haien Qiu), de origen chino pero que no habla el idioma, inspecciona locales y encuentra más de una violación a la ley, especialmente, en relación al trabajo marginal.
La cámara de Chen se mueve de manera inquieta registrando un mundo que se conoce de manera visual pero nunca desde los oídos, mostrando rincones y recovecos del Barrio Chino.
Su novio (Luciano Cáceres) trabaja en un hospital, los mafiosos chinos no tardan en aparecer y las sospechas están latentes. Algo feo se olfatea en ese paisaje, pero Chen no lo exhibe de manera convencional, aferrándose a una mezcla de géneros y estilos, recurriendo a las cámaras de seguridad con el propósito de transmitir el extrañamiento de la historia. Los conejos mutantes, por su parte, moran en el campo, razón por la que aparecerá un grupo de resistentes, unos gauchos que traslucen como herederos de los mejores títulos de John Carpenter. Arriesgada y aun con debilidades, Mujer conejo es un raro e hipnótico film.