Campeones del olvido.
Quizá muy pocos lo recuerden, dado que el hecho ni siquiera figura en el sitio web de la Asociación Uruguaya de Fútbol (AUF) ni es reconocido oficialmente por la FIFA, pero a fines del año 1980 se llevó a cabo en el país vecino un extraño experimento llamado Mundialito. Entusiasmada por el exitoso ejemplo de Videla y sus amigotes, la Junta Militar uruguaya quería tener su propio Mundial 78. La idea había sido de João Havelange, por ese entonces presidente de la máxima entidad del fútbol. Entrevistado para este documental, Havelange recuerda: “Cuando se jugó el primer mundial, en Uruguay, yo tenía catorce años. Cincuenta años después quise conmemorarlo en ese mismo lugar, con un torneo que reuniera a todos los campeones”. En efecto, al certamen fueron los consagrados Italia, Alemania, Brasil y Argentina. En reemplazo de Inglaterra se sumó Holanda. Todas estas selecciones jugaron con sus grandes estrellas (Maradona, Kempes, Sócrates, Toninho Cerezo, Rummenige, Briegel, etc.) y sin duda se vieron partidos de altísimo nivel. No obstante, el Mundialito permanece en la memoria colectiva como una especie de fantasma, un recuerdo intangible cuyas huellas parecen haberse esfumado.
Fue este olvido lo que decidió a Sebastián Bednarik a revolver el cajón de los recuerdos y relatar una historia fascinante. El torneo había sido pensado no sólo con el fin de demostrarle al mundo que los uruguayos eran “derechos y humanos” sino también como una gran fiesta popular por el éxito inminente de un plebiscito de los militares que impulsaba una reforma constitucional para otorgarle un poder imperecedero a las Fuerzas Armadas. En este contexto, la organización del Mundialito estuvo rodeada de situaciones insólitas. Ángelo Bulgaris, un excéntrico empresario que fue entrevistado por los directores mientras cumplía una condena de prisión domiciliaria por narcotráfico, terminó viajando a Europa para venderle los derechos de televisación a Silvio Berlusconi, cuyo imperio recién comenzaba a insinuarse. Por medio de maniobras dudosas, infinitas especulaciones y pactos de última hora entre funcionarios castrenses, hombres de negocios y popes de la FIFA (incluyendo a un joven Julio Grondona, pichón de Havelange si los hay), el mejor fútbol del mundo volvió a la Sudamérica de las dictaduras.
Los testimonios de los consultados (un completísimo corpus que además de dirigentes, militares y empresarios incluye a presos políticos, presidentes uruguayos, periodistas y jugadores de fútbol, y del que sólo lograron escapar Berlusconi y… Don Julio) no son explícitamente rebatidos por Bednarik y el guionista Adrián Varela. Estos simplemente dejan que los protagonistas hablen. El resultado de esta metodología echa luz sobre las controversias más notables que rodean el recuerdo del Mundialito. En primer lugar, la posición del propio Havelange: “Yo no hago política, hago deporte. Los problemas de su país, resuélvanlos ustedes”, una especie de marca registrada FIFA para justificar la relación del organismo con las sangrientas dictaduras de los 70. En segundo lugar, la opinión de los uruguayos. Porque las Fuerzas Armadas, contra todos los pronósticos, perdieron el plebiscito unos días antes del comienzo del torneo que, para colmo, ganó el local. La gente salió a las calles a festejar y a cantar contra el gobierno de facto de Aparicio Méndez. ¿Fue este triunfo el principio del fin de la tiranía, o apenas un grito en la oscuridad? En tercer lugar, el documental interpela la figura del futbolista y su rol en el millonario circo del fútbol. Mientras algunos se contentan con “haberle dado una alegría al pueblo en momentos tan terribles”, otros justifican haberle garroneado un automóvil a los militares “considerando la importancia que tenía el Mundialito para ellos”. Como reflexión final queda la palabra del gran Sócrates, acaso el más lúcido, al ponderar aquello en que debería consistir la función social del jugador sudamericano, nacida sobre la base de un estrellato instantáneo. Formarse culturalmente, asumir la responsabilidad, no ser títere del poder de turno. Quién sabe qué tan distintas hubieran sido las imágenes que indirectamente remiten a nuestro horroroso pasado reciente de no haber aprovechado los represores el éxito deportivo de sus selecciones nacionales.
Mundialito es una obra impecable en todos sus aspectos, tanto por su elección de un evento casi olvidado como por sus recursos argumentativos y estéticos, merced a un impresionante material de archivo. La imagen reconstruye una época y nos transporta a aquel lejano 1980, con sus antiguas y elegantes transmisiones en color (las primeras en la historia de Uruguay), sus viejas grabaciones en VHS y sus diarios amarillentos. No hay aquí un rescate emotivo, sino tan sólo un rescate, y la importancia ineludible de la memoria. Esto es lo que pasó, esto es lo que se hizo, lo que se dijo y lo que se vio. No es poco.