Una deriva sin mapas por las calles de Nashville
“¿Si no te gusta la música country, qué hacés en Nashville?”, le pregunta uno a Alejandro, que ni siquiera sabe que en los ’70 se filmó en esa ciudad una película que lleva su nombre. Es que Alejandro no eligió viajar a Nashville. Fue a parar allí, que es distinto. Y si se quedó es porque no tiene cómo volver a Chile. Salió de Santiago siguiendo hasta San Francisco a una chica yanqui, que más temprano que tarde le colgó los botines. Y como después encima le robaron el bolso, ahora está varado en la ciudad del country, sin que le guste el country. Aunque a veces se llene la boca hablando de Johnny Cash, para no quedar como un marciano. O de Dylan, a quien no sólo considera músico country, sino que además pronuncia su apellido como “Dáilan”. “¿Qué te gusta hacer?”, le preguntan en algún otro momento, viéndolo medio sin brújula. Otra pregunta que Alejandro no sabe bien cómo contestar.
“Yo en realidad lo que siempre quise fue hacer cine, y creo que esta vez se puede decir que empecé a hacerlo”, confesó el año pasado Alejandro Fuguet, director y autor del guión de Música campesina. Afirmación bastante sorprendente, teniendo en cuenta que Fuguet se hizo conocido, en los años ’90, como cuentista y novelista. Muy conocido, y no sólo en su país. En España y América latina (Argentina incluida), sus novelas Mala onda y Tinta roja –para citar sólo el par más notorio de una obra abundante– hicieron de él uno de los nombres más salientes de una “nueva ola latinoamericana”, enteramente construida en contra del realismo mágico y el boom de los ’60. A comienzos de la década siguiente, Fuguet publicaba su novela Las películas de mi vida, cuyo protagonista reconstruía su historia personal en base a las películas que había visto. Poco más tarde se lanzó a la dirección, con Se arrienda (2005) y Velódromo (2010), además de filmar una buena cantidad de cortos y videoclips. Si se repasa la afirmación que abre el párrafo, se verá que Fuguet dice haber “empezado a hacer cine” recién en su tercera película. O sea: en Música campesina.
El vagabundeo y el extravío aparecían ya en algunos de los cuentos y novelas de Fuguet y reaparecen aquí en la figura de Alejandro Tazo (el carismático Pablo Cerda), que de a ratos se cansa de hablar en inglés (no le resulta fácil) y se pone a hacerlo en castellano. Como sucede en la graciosa y ligeramente repelente escena en la que una camarera se apiada de él –que no sabe bien qué quiere comer ni qué es lo que figura en la carta–, sentándose a la mesa con el desorientado extranjero, con la más maternal (maternal-edípica) de las disposiciones. ¿Y qué hace el tipo? Le habla sólo en castellano, cargándola encima, porque la yanqui –que por supuesto no entiende nada de lo que el chileno dice– responde a todo que sí. Siempre sin contestar la pregunta sobre qué es lo que le gusta o cuál es la de él, Alejandro pasa de la confusión, el handicap idiomático y la torpeza (no se da cuenta de que la rubia que le pide que le arregle un caño quiere en realidad que le arregle otro, despide con un enfático “Peace!” a uno que se la quiere chupar, da a pensar sin querer que se quiere levantar a uno en un pool) a encontrar las hormas de su zapato: dos slackers guitarreros, que le ofrecen alojamiento en su casa y toman su cuelgue como lo más natural del mundo.
Fuguet lo observa con una mezcla justa de distancia, simpatía e incomodidad, funcionando como espejo de su personaje: tampoco está del todo claro qué le gusta (o no) a él de Alejandro. Lo cual está muy bien, ya que obliga a dejar en suspenso todo juicio para simplemente seguir(los) en la deriva por Nash-ville. Hay algo del primer Wenders en Música campesina, tanto por el entorno de cruces de autopistas, excavadoras de las afueras y anónimas calles céntricas como por los tiempos muertos del vagabundeo de Alejandro. Como los protagonistas de En el transcurso del tiempo, este amigo (latino)americano se entrega a una deriva sin mapas con disposición de viajero accidental.