“Música campesina” con poco sentido del ritmo
Años atrás el chileno Alberto Fuguet escribió una novela simpática, «Las películas de mi vida», donde un sismólogo enfrenta de pura casualidad un temblor en Los Angeles, y también, pero de pura causalidad, enfrenta un recuerdo natural de las varias películas catástrofe y demás hollywooladas que vio en su vida. El asunto es divertido, y al mismo tiempo da lugar a la reflexión sobre gentes de lenguas y mentalidades distintas que, sin embargo, se alimentan de la misma fábrica de sueños y pesadillas.
Ese es el Fuguet escritor. Pero cuando hace cine es menos divertido, y eso que en esta «Música campesina» nos cuenta algo similar: la perplejidad de un tipo que sabe de situaciones inestables, enfrentado a un desdén amoroso y un ámbito de música country que él aprecia bastante. Este hombre con mal de amores ha dado con sus huesos en Nashville, trata de hacerse entender en la lengua universal (que, como dice García Márquez, no es el inglés sino el «bad spocken english»), el trabajo de hablar otro idioma lo cansa, el trabajo manual también lo cansa, se lo pasa tirado en hoteles cada vez más baratos, llorando cuitas bilingües ante mujeres que amablemente lo bancan diez minutos, vagando por calles impersonales y bares perdidos, y hablando lo que en Chile y Cuyo se llama oficialmente huevadas, en largas tenidas con un par de vagos locales que le brindan su amistad. Gente simpática, eso sí.
Por ahí se encuentra una porteña piola que lo orienta un poco, y que en el reparto figura con el nombre de fantasía de Karen Davidovich Whitehouse. Lástima que solo sea un par de escenas, al cabo de las que se oye, intempestiva pero bienvenida, la voz de Leonardo Favio entonando unas pocas líneas de «Muchacha de abril». Pudo ser también la de Palito Ortega con una que grabó en la mismísima Nashville, «Sé de un mundo mejor», pero da igual. Llegado el momento, nuestro personaje también caza la viola y remata con una tonada chilena. Esa es su música campesina. Buena idea, lástima que el actor la cante entera.
En resumen: Fuguet muestra buen oído para los diálogos, amable sentido de observación, básico manejo de la puesta en escena, simpatía por el llamado «mumblecore» (un subgénero sobre grandulones especialistas en hablar pavadas y hacer huevo), y, bueno, poco sentido del ritmo y la paciencia. Esta película dura 100 minutos. La salva, muy ocasionalmente, el director de fotografía Ashley Zeigler, con alguno que otro encuadre cercano a las pinturas de Edward Hopper.