Elogio de la hospitalidad y la tolerancia
Allá por el 2000, Nicolás Avruj era un pibe sin mayores problemas. De tradicional familia judía, con una abuela que había luchado por el viejo sueño de un sionismo en paz y en kibutz, un día Nicolás cargó su mochila y su cámara y fue a visitar al primo que vive en Jerusalén. Primera sorpresa: el primo estaba de viaje. Tras dar unas vueltas, el muchacho se instaló en un hostel barato cualquiera. Segunda sorpresa: al otro día descubrió que estaba en la parte musulmana de la ciudad.
Lo siguiente fueron tres meses de vagabundeo por distintos lugares y hogares de Israel y Palestina (presentándose como argentino), con trabajos ocasionales, encuentros de variada clase y alojamientos impensados. Ante la cámara quedó un rompecabezas de situaciones llamativas: así, un inmigrante ortodoxo de tonada bien porteña difunde feliz un rock ortodoxo, un árabe recrimina al policía que lo golpeó delante de su hijo, testigos comentan una explosión, un conejo canta (esto hay que verlo), un viejo muestra el techo roto de su casa por las piedras que desde lo alto le tiran los colonos, un israelí muestra la propaganda antisionista que la TV árabe inculca a los niños, judíos antibelicistas se manifiestan, soldados en formación despiden a un reservista muerto en un atentado, un palestino recuerda sin rabia las torturas sufridas en una detención, otro declara su amor a la guerra porque nunca conoció nada distinto, y así. Hay gente hospitalaria en todas partes, personas de mente abierta y de la otra en todas partes, por Jerusalén, Ramallah, Beit Hanun en Gaza, Hebron, la mítica Masada cuyos habitantes prefirieron morir antes que rendirse a los romanos, un campo de refugiados, un asentamiento en Cisjordania, etcétera.
Tercera sorpresa: una joven judía visita cotidianamente el hogar de sus vecinos palestinos, donde es bienvenida. Una relación ideal, pero casi una excepción. La cámara también registra las impresionantes explosiones de un ataque israelí. El sonido en plena noche es impactante. Esa fue una de las últimas noches que pasó Nicolás por aquellos lares, cuando, como diría García Márquez, "era feliz e indocumentado". Quince años después nos muestra los documentos de aquel viaje. No pretende orientar al espectador hacia ningún campo. Simplemente dedica su película "a los que me dieron de tomar agua en el desierto, a los que me alojaron en sus casas". La hospitalidad, la tolerancia, son mensaje suficiente.