¿Y el miedo dónde fue?
No le temas a la oscuridad (Don´t be afraid of the dark, 2011) remite en varios aspectos a las películas españolas de la factoría de su productor y co-guionista, Guillermo del Toro. Con el correr del metraje descubrimos que el film se queda en eso: una mascarada que poco a poco pierde convicción en su propio material.
Asustar, tarea difícil en una época (del cine y del mundo) tan cercana a lo explícito. Sobre todo cuando la historia involucra a los niños. No obstante, ¿qué mejor momento de la vida para explorar el temor ante lo desconocido? ¿Qué mejor instancia para hacer foco en ese espanto que todos alguna vez vivenciamos?
No le temas a la oscuridad comienza con una secuencia en la que vemos a un millonario del siglo XIX que se ha mutilado la boca para extraerse los dientes. Le hará lo mismo a la mucama, con el objetivo de recuperar a su hijo. Pero, ¿recuperar de las garras de quién? ¿En función de qué trama siniestra? Muchos años después queda la mansión vacía pero impregnada de misterio. Hacia allí se dirigen Alex (Guy Pearce) y Kim (Katie Holmes), una pareja de diseñadores de interior que la están restaurando. Los acompaña la hija de él, quien ignora que dejará la casa materna para instalarse en semejante lugar. Un espacio en donde se reanimarán las extrañas criaturas, algo así como el reverso del Ratón Pérez.
Durante la primera media hora, el relato dosifica la información para acrecentar la intriga. Bien podría haber continuado así, si en vez de dilatar hubiera potenciado, y en vez de explicitar hubiera sugerido. Y no es que el metraje carezca de momentos de tensión, pero no hay ningún punto de giro que intensifique el suspenso o aporte algo novedoso. La historia, entonces, queda encapsulada en motivos ya vistos y mejor explorados: lo sobrenatural/monstruoso y el elemento siniestro tan vinculado al orden familiar.
Por más valor que demuestre la niña Sally (Bailee Madison), nos resulta un tanto inverosímil que su conducta oscile entre el pánico y la inmutabilidad frente al advenimiento del Mal. Que, venimos a enterarnos, está representado por un grupo de monstruitos con forma de mono. Una vez que el terror tiene rostro, o debe ser lo suficientemente horrible como para atraer/repulsar a la mirada del espectador, o debe diversificarse para tomarlo cautivo hasta el “The end”. The host (Gwoemul, 2006) y la saga de Scream son, respectivamente, los ejemplos para esta propuesta.
Inspirada en una producción televisiva de John Newland estrenada en 1973, No le temas a la oscuridad tiene un buen diseño de arte, en donde es posible apreciar el barroquismo dark que vimos tanto en El Laberinto del Fauno (2006), como en El orfanato (2007). Esa precisión puesta en el diseño enfatiza el cálculo con el que el guión construye el retrato familiar. Bien es sabido que los relatos de hadas analogan el horror privado con el fantástico, vinculando la intromisión en el clan (la madrastra) a fuerzas malignas. Sobre este vínculo, aparece en el final un punto de giro que resulta novedoso y le da un poco de “osadía” a una película que trata sobre el miedo pero no llega a ser “una que asuste”.