El terror viene en tamaño pequeño
Remake de un telefilm de los ’70, muy considerado entre los más exquisitos del cine fantástico, el debut del australiano Troy Nixey se anima con unos temibles homínidos que la película, de modo muy clásico, siempre esconde entre sombras.
En el cine fantástico y de terror, por algún motivo que habrá que investigar, lo pequeño siempre da bien. Véase desde The Devil-Doll (Tod Browning, 1936), con sus minúsculos autómatas, manejados por el científico loco de turno, hasta las dos primeras Jura-ssic Park, en las que dos especies distintas de microdinosaurios daban más miedo que todos los T-Rex habidos y por haber. Considérese, desde ya, El increíble hombre menguante, una de las grandes obras maestras del cine de ciencia ficción, así como los Gremlins de Joe Dante. Recuérdese cierto célebre episodio del telefilm Trilogy of Terror (1975), en el que un feroz talismán africano intentaba asesinar a su dueña. Agréguese otro gran episodio de otro telefilm, más reciente y menos conocido (Nightmares & Dreamscapes, 2006), en el que unos soldaditos de juguete le hacían la guerra sin cuartel a un turrísimo William Hurt. Si de soldaditos se trata, cómo no mencionar los de Pequeños guerreros, también de Joe Dante. Añadir los minirrobots de Minority Report y hasta los de la primera Transformers, las agresivas cucarachas del mejor episodio de Creepshow y hasta los habitantes del País de los Enanos de Gulliver, y se terminará conviniendo que cuando se inviste de un poder inverso a su tamaño, en cine lo pequeño es siempre hermoso.
A esa pequeña gran tradición vienen a agregarse, ahora, los homínidos de sótano de Don’t Be Afraid of the Dark, remake del telefilm homónimo de los ’70, muy considerado entre los más exquisitos del cine de terror, aunque casi desconocido por el público general. Hasta que aparecen los monstruitos, todo es rutina aquí. Un arquitecto (Guy Pearce) y su segunda esposa, decoradora de interiores (Katie Holmes), se trasladan temporalmente junto con Sally, hija de él (Bailee Madison), a una impresionante mansión del siglo XIX, que están reformando. Notable ilustrador, el antiguo dueño de la mansión falleció un siglo atrás, tras la misteriosa desaparición de su hijo. Un día, los nuevos huéspedes descubren un sector vedado de la casa, donde la niña se aventurará, atraída por susurros que pronuncian su nombre. Entonces...
Producida y coescrita por Guillermo del Toro, dirigida por el hasta aquí desconocido realizador australiano Troy Nixey y con Marco Beltrami sirviendo unos énfasis musicales alla Bernard Herrmann, No le temas a la oscuridad se anima (en todo sentido) con la aparición de estas figuras, que son como ranas peludas con patas de araña y rostros esqueléticos. O murcielaguitos sin alas y con joroba, si se prefiere. Se los describa como se los describa, es su aspecto, sumado a la costumbre de alimentarse de huesos y dientes de niños y a su probada capacidad de llevar a la gente a la locura (de todo ello informa un eficaz prólogo), lo que los vuelve temibles. En verdad, la apariencia de estos bicharracos (el bicharraco, una especialidad de Del Toro: recuérdense el de Cronos, las cucarachas mutantes de Mimic, los seres fantásticos de El laberinto del fauno) apenas llega a entreverse bastante avanzada la película. De modo muy clásico, Nixey los esconde entre sombras, los disimula con una luz permanentemente penumbrosa, los semioculta entre patas de muebles.
Hay una escena muy divertida durante una multitudinaria cena empresarial, cuando uno de los homínidos viene en busca de Sally y la obliga a patear bajo la mesa, y finalmente viene la debacle de rigor, cuando los bichos juntan coraje y tratan de llevarse a todo el mundo puesto, consiguiendo alguna victoria de peso. Desde ya que puede verse a estos seres como manifestación inconsciente de lo mal que lleva Sally la separación de sus padres y la presencia de su nueva mamá. O, si se prefiere, como antiguos anfitriones que –al estilo El fantasma de Canterville o Beetlejuice– dan la guerra, para que la modernidad no termine expulsándolos de la vieja mansión. Pero no son esas interpretaciones, ni tampoco las referencias a Arthur Machen (escritor del círculo Lovecraft), las que dan la sal a No le temas a la oscuridad, sino la simple presencia de esos bichos feos, raros y malintencionados. Pero en el fondo simpáticos, como corresponde a todo monstruo que se precie.