Susurros de una oscuridad que mata
Guillermo del Toro. Allí el nombre a destacar. Porque el momento de esplendor que alguna vez el cine de géneros pudo tener todavía fulgura en realizadores como él. El espinazo del diablo, Hellboy, Cronos, El laberinto del fauno. Más cantidad de películas producidas y escritas. No le temas a la oscuridad es una de estas últimas. Y algo más.
Por un lado, la remake que implica respecto de la serie televisiva de mismo título, de 1973, y que ha iniciado una estela de nuevos films entre los que se cuenta Dark Shadows, por Tim Burton. Por otro lado, la escritura codo a codo con un casi olvidado Matthew Robbins. Quien fuera responsable de pocos pero inolvidables films como Corvette Summer (1978) y Milagro en la calle 8 (1987), además de haber cumplido participaciones en Cuentos asombrosos (1985) y en el guión de títulos como The Sugarland Express (1974) y Encuentros cercanos del Tercer Tipo (1977), ambos de Steven Spielberg.
Entonces, nada puede salir mal. Todo bien y mejor. Lo que significa: prólogo de horror más bendición maldita para quien habite el caserón olvidado de No le temas a la oscuridad. Allí la familia nueva, con la pequeña Sally (Bailee Madison) obligada a vivir con su madre postiza (Katie Holmes). La oscuridad de la niña como refugio personal, con un padre (Guy Pearce) abocado a sueños de arquitecto grandioso. Luego, el nexo afín del abismo y desconsuelo de la niña con lo que anida en la casa, en sus sombras más profundas, que de a poco irán desocultándose para invadir la tranquilidad de quienes viven en la luz.
Sin saltos bruscos, sin efectismos que rompan el buen clima de un film de terror. Así es como se narra No le temas a la oscuridad. Porque de eso se trata. De terror. En el mejor sentido de la palabra. Atravesado por los ojos de la niñez, de alguien que vive en el miedo y que puede, por eso, creer en los susurros que la oscuridad dice. Pequeños monstruitos de un no?lugar que acaramelan con voz rancia las noches de Sally. Un laberinto de una sola línea que irá adentrando en sí y cada vez más a quien lo dibuje y pueda entender.
La maldición de Blackwood, el antiguo morador, es en verdad excusa para una historia que precede desde tiempos inmemoriales, y que dadas sus raigambres lovecraftianas oficia como la costumbre indica en el cine de del Toro. Ecos de ultratumba para el apenas episodio que el mismo film implica. Porque hay algo que precede y que excede. Mejor sellar y tratar de olvidar.
En otras palabras, algo más hay en los cuentos que se cuentan. En el secreto que guarda el diente encontrado por azar aparente. En la moneda de troquel gastado y valor olvidado. Algo de lo que sabrá aprender, tal vez, el padre de la niña, afecto a un dinero invertido que mañana, así como la moneda vieja, será también papel sin sentido.