La gran debacle del spot mundialista del ‘18 nos dejó con los repudios, las columnas que señalaron los puntos conflictivos del fervor futbolístico nacional y la evidencia de cómo esos aspectos están bastante internalizados en gran parte de la sociedad. La pole position quedó servida para la propuesta de reconciliación de Quilmes (un doble caso extraño, primero por ver a Armando Bo implicado en una producción que apuesta a la bondad humana, y segundo por ver a Ruggeri plantándose frente a un estadio completo para pedir que no se hagan más memes), mientras el programa Rabona apeló a la theme song de moda para mofarse de Chile, Noblex metió la mano en el tarro inagotable de cuántas locuras hacemos por nuestra pasión y el actor Jerónimo Freixas montó una discusión con su mujer para repetir la premisa de El fútbol o yo (y no hay manera de que el hecho de que esa discusión sea verdadera pueda reivindicarlo). No hay ninguna evidencia concreta de que los avisos posteriores al de TyC Sports hayan evitado meterse en los terrenos de la ofensa flagrante para no chocarse con una crisis similar, pero está claro que esos spots y los videos virales se manejaron en el arco de lo aceptado: el problema es la fatiga que esas consignas cargan hace bastante tiempo, quizá acentuadas en esta víspera mundialista por la apatía surgida del combo de decepciones que acumula esta generación del seleccionado. El otro problema está calcado del diagnóstico sobre la homofobia de la publicidad de TyC: más allá del hartazgo propio, la evocación berreta de la pérdida de la sensatez que nos provoca el fútbol (como intrínseco valor argentino) sigue siendo efectiva. Y lo digo como un cavernícola que elige poner de fondo las discusiones de panelistas de fútbol mientras trabaja: tiene que haber alguna mejor manera de apelar a la enajenación barata por la que sigo sosteniendo este circo.
Todo esto viene a cuento de que No llores por mí, Inglaterra abraza (con la pasión de un abrazo en cámara lenta de spot mundialista) todos esos números puestos. Con las invasiones inglesas como escenario, el guion sale a conquistar sin demasiadas variaciones una propuesta repetida desde Tres anclados en París hasta los móviles mundialistas de Diego Korol (el shock cultural en clave de je, la que se le viene al extranjero pomposo cuando conozca el desparpajo nacional), y desde ese punto el elenco está condenado a representar el estereotipo o el gag repetido que le toca: Gonzalo Heredia sufre debiendo equilibrar su galantería con un buscavidas ventajero que come tres scones a la vez y habla mientras los mastica, Diego Capusotto hace de un DT pasional y puteador como si fuera Luis Sandrini con cocaína, Mike Amigorena subraya a su general de la época georgiana hasta quitarle todo rastro de sátira, y Mirta Busnelli tiene que repetir expresiones argentinas con acento de anglosajón hablando en español, novedoso recurso de las aperturas de temporada de Videomatch cuando Leonardo DiCaprio movía los labios y una voz en off decía “el cabezóun se quiehre corchar los huevus pohrque el cuehrvo no le gana a narie”.
Urgidos de distraer a la población a la que prometen “gobernar para unir” (esa sí fue original), los ingleses prueban instalando el fútbol entre los criollos, desatando sin saberlo nuestra tendencia a suspender partidos por incidentes, desarrollar un odio desmedido por cualquier país ajeno, mejorar las recetas del deporte que inventaron, y eventualmente ganarles pese al árbitro chileno que inclina la cancha en favor de ellos (esa no fue original), mientras el virrey Liniers encabeza la reconquista de Buenos Aires. Decidida a moverse con libertad sobre la exactitud histórica, la película recurre a los siguientes guiños futboleros: los barrios cuyos equipos disputan el primer partido local de fútbol son La Rivera y Embocadura (se dicen “gallinas” y “bosteros”, por si no queda claro al principio); la selección criolla incorpora a un jugador llamado Catrú -esperablemente interpretado por José Chatruc- que declara a la prensa que “Está felí”, cantitos de “El que no salta es un inglés”, la introducción al Himno Nacional en una seguidilla de “oh”, y representaciones del primer gol de Maradona a los ingleses, del segundo y del manoseo de Rattín al banderín británico en el ‘66. Quedará por confirmar si la precariedad de los efectos especiales y los cromas fueron una referencia a la calidad de las transmisiones futbolísticas argentinas, pero la presencia de Matías Martin desalienta esa teoría.
Nada de lo recién enumerado sería un problema sino fuera porque la película es película, y no spot. Recostarse durante 104 minutos en giros previsibles y pelotazos para que los intérpretes se las arreglen como puedan no es gratuito, y el resultado depende mayormente de la disposición del público para quedarse con los guiños trillados, sin pedir mucho más. Si bien no pecan de parecer salidos de una Billiken, no es casual que los tres personajes más queribles (el soldado criollo que interpreta Jorge Calvo, la Pulguita y Liniers) sean los que aportan la cuota de patriotismo más simple y directa, porque esa mínima composición les aporta los valores y matices de los que los otros roles adolecen. El desbalance se nota claramente en la decisión insólita de usar tres veces “Más o menos bien” de Él Mató a un Policía Motorizado para hacer avanzar la trama con la economía del montaje (y una cuarta durante los créditos): la falta de ideas llega al punto de que dos de esas ocasiones alternan a los personajes de Heredia y Laura Fidalgo, repitiendo incluso el efecto de cortar hacia un plano de ella justo cuando la estrofa arranca con “Nena”. Él tendrá una toma de conciencia durante el partido final (bastante mal resuelta en las actuaciones), pero ella seguirá pensando únicamente en viajar a Brasil para hacer despegar su carrera artística. Cuando esas desprolijidades toman la película por asalto, no hay jugueteos con spinners, aparición de imitadores de los Beatles o cararrotez simpática que las disimulen. Algún día quedará claro que poner un espejo cómplice frente a los comportamientos irracionales que el fútbol nos despierta ya no será suficiente. Quizá haya que decirlo con un aviso bien emotivo.