Siempre hay un roto para un descosido
El amor suele ser complicado. O a la ficción le conviene que así se presente para construir si ya un drama, la imposibilidad; si un culebrón, la extensión anual de sus capítulos, y si una comedia, los enredos que suspendan transitoriamente el encuentro final.
La comedia romántica, que en estos tiempos anda a trompicones, es un género que por su materia primordial ostenta una aceptación popular que se sostiene a pesar de que el contexto posmoderno haya licuado el amor y especialmente que los productos que el cine ofrece bajo ese rubro en sus últimas entregas (salvo honrosas excepciones: 500 días con ella, la argentina Plan B) pequen de anquilosados, aburridos, estúpidos, normativos y, por sobre todo, poco entretenidos. Ante cada aparición de un filme de estas características uno se ilusiona, prueba y termina entregado (como en la vida real) a una nueva decepción.
No me quites a mi novio (basado en el best seller chick lit “Algo prestado” cuya continuación “Algo azul” se deja entrever por desgracia en los títulos finales -estos elementos más “algo nuevo” y “algo viejo” son los que la tradición encarga a la novia que debe llevar en la boda-) cumple, a rajatabla y empeñosamente, con todos y cada uno de los errores que Hollywood viene cometiendo con el género.
Rachel (Goodwin) festeja sus 30 años. Es abogada de un bufete importante en Nueva York y no le gusta ser el centro de atención. Pero su mejor amiga Darcy (Hudson), extrovertida, frívola, narcisista y sin profesión u oficio a la vista, le organiza la consabida fiesta sorpresa. Que no es sorpresa ni siquiera para la homenajeada (que por cariño incondicional a su amiga pone su mejor cara de asombro). De la misma también participan, entre otros, Claire (Williams) la “gordita” del grupo, enamorada casi desesperada de Ethan (Krasinski) el amigo confidente y leal de la protagonista, escritor en ciernes; Marcus (Howey), guarro, bruto, en calentura constante y amigo de la infancia y recién reencontrado de la tercera pata del triángulo amoroso, Dex (Egglesfield), también abogado y carilindo.
Rachel y Dex se conocieron en la universidad y compartieron todo ese tiempo sin animarse a revelar(se) sus sentimientos. Cuando se reciben, Darcy aparece convocada al evento por su amiga y con su desparpajo se queda con el muchacho, un poco porque la rubia está bastante bien y dispuesta, otro porque la morocha se hace la desinteresada y otro porque un hombre siempre tiene que aceptar “la oferta” para ser hombre. Así llegamos al hoy con los preparativos de una boda a la que le faltan los días suficientes para que lo que en seis años no sucedió, suceda (y admitámoslo de una puta vez: lo que no fue en su momento, no lo será nunca jamás, por más que sigamos girando en derredor de esas vidas y por más películas de amor que pretendan demostrarnos lo contrario). Idas y vueltas, enamorados que aman a otros que aman a otros, -a los gritos o en secreto-, traiciones y mentiras se hilvanan en el filme durante sus interminables más de 100 minutos para alcanzar lo que se sospecha desde un comienzo. Y eso no está mal, es parte del contrato que como espectadores firmamos. El problema es el entre, el durante usado para desarrollar la historia.
Los treintañeros que protagonizan estos encuentros y desencuentros sufren de una histeria que ni siquiera es creíble en adolescentes. Nadie niega que las etapas se hayan alargado en la vida real y hoy en día se actúe un peterpanismo eterno, pero para eso sobra con un espejo y no la mediación del arte. Es realmente insoportable el histerismo que en este caso se adosa al egoísmo y a la negación. Los personajes construidos patéticamente (pero sin buscar ese resultado) y con todos los clisés deambulan sus miserias en lugares cool, ultrasofisticados y de alto poder adquisitivo (restaurantes, mansiones, casas de veraneo en The Hamptons) que en lugar de atraer nuestro deseo los expone más ridículamente.
El guión al resaltar los defectos consigue, en lugar de humanizar a los personajes, volverlos poco queribles y sin posibilidad de empatía alguna: Rachel es incapaz de ver la realidad y se victimiza sin asumir su responsabilidad y nos termina por hartar; Dex juega a dos puntas con una naturalidad asombrosa para ser “el” galán y por si fuera poco cuando lo hacen responder siguiendo los mandatos paternos en cuanto a clase y diferencia social lo arrojan a un abismo del que ya no podemos rescatarlo; en cuanto a Darcy su nivel de egocentrismo que aparece desde el primer minuto, su ignorancia manifiesta y hasta casi festejada y su no registro para con el otro llegan al clímax en la necesidad de “castigarla” a través del sexo y así conseguir emparejarlos y justificar las traiciones.
Por lo tanto no sorprende que el conservadurismo y los roles heteronormativos estén a la orden del día: mujeres mostradas como madres y si son profesionales, incompletas sin el hombre (una de las últimas escenas con la camisa de Dex que le compró Darcy y que fue a buscar a la tintorería Rachel mientras él está sentado casi con las piernas abiertas en un banco de la calle esperándola es sencillamente repulsiva), hombres prehistóricos o niños inimputables, pero machos, y la recurrencia a lo diferente (gay, gordo) desde el humor más básico y discriminador, son sólo algunas de las maravillosas ideas sobre las que se asienta este insufrible film. Que además se queda sin tema ni gracia ni bien arranca y estira lo inexistente hasta lo imposible. Sin timing ni ingenio, apenas las apariciones de Krasinski son un remanso de coherencia, inteligencia, humor y humanidad. A propósito, Ethan, su personaje, en un momento le grita a Rachel que ella y Dex se merecen, que son tal para cual, y esa realidad es tan inapelable y tan cierta que uno no puede sino salir del cine aplaudiendo el happy ending, que en este caso funciona como condena y nos hace creer que el mal a veces paga