Toda la acción de esta película transcurre dentro de un comercio que vende telas para vestidos de fiesta. Hay una única escena en la que la cámara se aleja de ese espacio cerrado: cuando cruza momentáneamente la vereda para hacer un plano del frente del local y de su marquesina, en donde se lee el nombre de la sedería (“Kreal”) y su especialidad: novias, madrinas, 15 años. En ese plano general también comprobamos que los dos locales vecinos se dedican exactamente a lo mismo. La concentración geográfica por rubro es habitual en diversos lugares de Buenos Aires, algo que en el caso de Once se convierte en pura esencia, en una forma de ser, porque al caminar por esa zona los rollos de telas parecen cobrar vida propia, atiborrando con sus excesos las veredas ya de por sí muy transitadas. ¿Cómo hallar lo singular en este paisaje de repeticiones? De ingresar en los negocios se trata, para observar y escuchar. Y así como Daniel Burman intentó hace unos años capturar la mística del barrio en El abrazo partido, ahora los hermanos Diego y Pablo Levy regresan a Once para narrar la historia de esta sedería que pertenece a su padre. Los realizadores sabían perfectamente que no serían las tafetas o los encajes los que aportarían los colores brillantes: aquí los protagonistas del film son el patrón y sus cinco simpatiquísimos empleados, hombres que trabajan en un negocio visitado principalmente por mujeres, a quienes ellos aprendieron a convencer deslizando el piropo justo en el instante indicado. Gajes del oficio.
Allí está el vendedor que fue jugador durante muchos años y logró curarse del vicio, aunque aún le queda el gustito por la lotería. O el que aconseja aferrarse a algún hobby para evitar que las ideas frustrantes nos devoren (“En vez de ir a un psicólogo, yo colecciono estampillas.”) O el que se confiesa fanático de Los Beatles, Modern Talking y Whitney Houston, mientras enumera todos los títulos en español de “Abbey Road”. (Ella entró por la ventana del baño, El martillo plateado de Maxwell… ¿cuánto hace que no escuchamos esos títulos increíbles pronunciados en nuestro idioma? Es la clase de magia que perdimos en las cosas más simples). También está el que cree con fervor en Dios, y el que probablemente sea uno de los grandes personajes de este Bafici: Andrés, el loco y voz cantante del grupo (“Si a este algún día lo agarran y lo encierran, no lo sueltan más”, advierte entre risas uno de sus compañeros). Es un recorte de detalles, apenas unos pocos trazos de biografías cuyas complejidades exceden las modestas ambiciones de este documental. Una intuición se afianza, sin embargo: estos señores son sabiamente conscientes de que ni ellos ni nosotros somos capaces de seguir adelante sin forjar de alguna manera una sintonía aparte, sólo nuestra, en nuestras cabezas. En los breves testimonios se resumen luchas de toda una vida, luchas contra ellos mismos, que continúan y persisten porque existe un ámbito que las contiene. Elías, Antonio, Pablo, Alberto, Ricardo y Andrés trabajan juntos desde hace décadas y sostienen un tipo de vínculo laboral y afectivo muy especial, de esos que no pueden encontrarse en la volatilidad económica de hoy. Por eso esta película, más allá de las anécdotas, habla de un mundo que ya no es. Habla de cosas como el respeto y la confianza. Especies en extinción, tal vez.