Microcosmos en el Once
Documental de Diego y Pablo Levy en torno de una sedería en la que trabajan entrañables personajes.
En tiempos de películas ampulosas y mercantilismo impersonal, Novias, madrinas, 15 años rescata -con elaborada sencillez- un universo cargado de identidad: ínfimo, atávico, artesanal, acaso en vías de extinción. El de los vendedores de telas del Once. O, más exactamente, el de la sedería del padre de los realizadores: microcosmos en el que, detrás de la mirada externa y la igualadora rutina, conviven personajes de barniz común y esencias peculiares. Sin énfasis, pero sin indolencia, los Levy los retratan individualmente e interactuando, en una suerte de ecosistema laboral con leyes creadas por los años. El resultado es una película honesta, perspicaz, cálida, nada tediosa.
En apenas una hora, a través de suaves y precisas pinceladas, los directores transmiten también una atmósfera rica en matices. Atmósfera que los hermanos Levy conocen a la perfección, aunque no la hayan elegido como destino laboral sino -en este caso- artístico. Los empleados y el dueño del negocio van hablando a cámara, cada uno a su turno, con un fondo de seda que va variando, excepto en su delicada belleza. Pequeñas anécdotas, rasgos, gestos, confesiones: elementos suficientes para trazar las coordenadas de este mundo.
Siempre dentro del local, entre clientas, nos acercamos a esos entrañables hombres mayores: a aquel que, después de 60 años en el ramo, confiesa que nunca le gustó ser comerciante; a aquel otro que, en las antípodas, jura que vender sedas es el centro de su vida, un arte, aunque perdió todo lo ganado por su adicción al juego. O a ese otro, el más freak , que canta una rara versión de Me gusta ese tajo , con un palo de escoba a modo de guitarra, y narra un pasado nocturno, en ámbitos de “alcohol, drogas, mujeres, travestis, prostitución”. O al religioso, que recuerda haber contactado a un pastor cuando las ventas eran pobres.
Levy padre, centro de ese cosmos, cierra los testimonios: parece tan cabrón como noble. La ropa impecable, el tono -estricto y melancólico; apasionado y resignado al mismo tiempo-, y cierta incomodidad frente a cámara lo definen mejor que cualquier palabra. El resultado de un cine simple, cuidado, al margen de la manipulación sentimental, pero con alma.