Vendedores de Once, especie en extinción
Más que una película en el sentido habitual del término, esto parece un muestrario de lujo. Así como los vendedores de una sedería despliegan ante la compradora uno o dos metros de tela, y tres o cuatro piezas de los estantes cercanos, para deslumbrarla con la descripción y ostentación de sus diferentes cualidades, así también se nos muestran acá algunas particularidades llamativas y/o representativas de cada vendedor, y un puñado de vendedores de una sola sedería. Exclusivos de la casa. Únicos en toda la zona. Los mejores.
La acción, casi toda, en un conocido local de Azcuénaga casi Corrientes, tradicional barrio del Once. Allí trabajan desde hace años los señores (por orden alfabético) Angel Andrés Calabria, José Antonio Espido, Ricardo Khabie, Elías Levy, alias El Negro, Héctor Alberto Passalacqua, Pablo Sayago. Con una salvedad: Khabie se llama Moisés. «Ricardo es mi nombre artístico», explica con inefable sentido del humor. Porteños todos, porteños viejos.
Uno de ellos, ya octogenario, hace 60 años que está en el mismo ramo, aunque dice que no le gusta. Porque está el que dice que no le gusta, como el que disfruta esto como un arte, el que respira a pleno recién cuando sale y el que se muere si no viene un día a su local, etc., cada quien con su mirada, su filosofía, su hobby o su raye. Típicos miembros de una profesión particular: no cualquier empleado de comercio es vendedor en una sedería de primera. Y de un tiempo que se va: no cualquier empleado tiene hoy el lujo de trabajar décadas en la misma empresa. Así era en el viejo Once, dirán dentro de poco quienes vean este documental. Sin nostalgia, porque acá no hay nostalgia, sino alegría de llegar a conocer semejantes personajes, una oportunidad que algunas clientas no saben apreciar, absortas como están en el análisis de gasas, tules y puntillas que lucirán en el vestido de cumpleaños o casamiento. Otras, en cambio, hasta se sacan fotos con el vendedor. Es que ya están empezando el álbum de la fiesta, y ese tipo las trató tan bien que hasta merecería que lo inviten.
La exposición es equitativa. Cada uno, desde el cadete al patrón, es presentado de modo similar y parece ocupar una similar cantidad de tiempo para decir lo suyo. O cantarlo, según el caso. Y cada uno se da a conocer por lo que dice, y por el modo de tratar a las clientas y a los compañeros de trabajo. Con quienes pasa diez horas cada día, aunque eso no los haga necesariamente amigos. Pero pasan entre ellos más tiempo que con la propia familia. Así, y ahí, precisamente, los conocieron desde hace años los realizadores de esta película, Diego y Pablo Levy. Son los hijos del dueño, que ahora hacen cine. Ojalá otros tuvieran la misma idea y aunque sea la mitad del cariño y buen humor que ellos pusieron en la obra.