Un universo en tres dimensiones
La habitación, la casa y el barrio: Ocio es una película de espacios. Esos tres ambientes conforman un único microcosmos habitado por un joven sin nombre, sobre quien giran una serie de satélites que varían de acuerdo a la órbita en la que se encuentre. En el territorio de la casa residen tres hombres que se relacionan a distancia, de a porciones. Mantienen un trato fraccionado, parecen islas que se miran desde lejos como fragmentos de algo que se rompió. El espacio vacío de ese hogar, acaso el núcleo vertebrador perdido entre quienes supieron integrar una familia y ahora son sólo restos, se materializa en una frase que el protagonista (que en el libro se llama Andrés, pero el relato de Fabián Casas es otra cosa) derrama cuando atiende el teléfono: “Ella no se encuentra”.
En la geografía oxidada del barrio él se conecta con Roli y Picasso, amigos con los que oscila caminando al costado de las vías del tren, tomando cerveza del pico, jugando de manos o pateando en una cancha. Todas son instantáneas que parecen desentenderse del transcurso del tiempo, como suspendidas en un columpio desde el que se ven las horas pasar. Ellos se uniforman con chaquetas de cuero, tranquilamente podrían ser una de las pandillas de The Warriors, aquella historieta nocturna filmada por Walter Hill. “Somos como dioses”, dice Picasso con un tono de voz de una parsimonia titánica, en una escena que, hermosa como el atardecer que atestigua, encuadra a los tres amigos sentados en lo más alto de un edificio mientras contemplan un crepúsculo subrayado por una fila de departamentos perfectamente ordenados en forma ascendente. Desde ese lugar ellos pueden ver todo el territorio al que pertenecen y también un más allá representado por la torre del Parque de la ciudad. En cada cambio de escena y cada vez que irrumpe alguno de los personajes motorizados, se reiteran, insistentes, los estertores compuestos y ejecutados por Ariel Minimal, sonidos que por momentos se develan como una perfecta distorsión de western. Ocio es, como La ley de la calle (relato del que toma más de un signo), una película de bandos; existen dos grupos rivales que asumen el desafío de su deuda pendiente mediante un partido de metegol. Ese encuentro, que podemos linkear directamente al mano a mano de joystick entre Daniel Hendler y Walter Jakob en Los paranoicos, decreta vencedor al equipo de Picasso, suplente que termina siendo figura, que remata el partido luciéndose con una jugada letal: amasando la pelotita hacia un costado para luego dispararla contra el sonido seco del arco de plomo.
Ocio es también una película de tríadas. Tres son los amigos y la cantidad de hombres que habitan la casa; el personaje del Rubio junto a sus laderos también son tres y, como se enumera más arriba, este relato se localiza en tres ambientes. El espacio de la habitación, la tercera dimensión (que además es sede de devoción a la trinidad fútbol, libros, música), nos hace sentir de cerca la esencia de Ocio. Entre sus paredes se abriga la puesta en escena de un espacio personal, de un mundo propio; el del periodista, crítico y ahora director Alejandro Lingenti. Un lugar habitado por amigos y colegas que actúan, lecturas que se disponen en fila y púas que detonan la más bella música. Inspiradas en imágenes escritas, las imágenes filmadas de Ocio componen un hábitat integrado por recortes fugados desde aquel lugar donde permanecen atesoradas las cosas que nos definen. El refugio proyectado de un pequeño universo donde existir.