Es denso el clima de Omisión , desde el inicio hasta el final de la historia. El sacerdote Santiago Murray (Gonzalo Heredia) regresa al barrio popular en el que se crió luego de una larga estadía en Europa. Guarda un secreto de su pasado que la película revelará cerca del final, recurriendo al flashback para cerrar un círculo trazado con el lápiz de la moral, cuyo color tiñe todo el argumento de una historia que incluye confesiones, arrepentimientos, expiaciones y sacrificios, algunos de los ingredientes más comunes del menú de la tradición católica.
Maniatada por un guión que intenta no dejar ni un atisbo de duda ni mucho espacio para la intervención de la sagacidad del espectador, Omisión avanza trabajosamente hacia un desenlace oscuro y efectista. En el camino hacia ese destino fatal, el cura que lidia con su pasado (incluyendo una historia de amor trunca con una fiscal despechada encarnada por Eleonora Wexler) se cruzará con un perverso psiquiatra convertido en asesino serial (Carlos Belloso) y deberá enfrentar dilemas relacionados con las rígidas normas que le impone su compromiso religioso, una problemática parecida a la que atormentaba al célebre padre Logan de Mi secreto me condena, que interpretó en la década del 50 Montgomery Clift. Las actuaciones y la puesta en escena de Omisión funcionan, pero la película replica una y otra vez los lugares más comunes del thriller, como si violar alguno de esos patrones archiconocidos también fuera un pecado.
Esa obsesión por la eficacia argumental conduce a resoluciones previsibles o forzadas, casi nunca imaginativas. Páez Cubells (guionista de la versión cinematográfica de Boogie, el aceitoso ) puso todas las fichas en el respeto absoluto por las reglas del género, una sumisión parecida a la que exigen casi todas las iglesias que conocemos. No le hubiera venido mal un poco de rebeldía a su prolija ópera prima.