Diez años no es nada.
Como Tinta roja, la película de la productora Cine Ojo que se maravillaba con las prácticas cotidianas de la sección policiales del diario Crónica, Orquesta roja de Nicolás Herzog también habla del periodismo. Solamente que, a diferencia de lo que hacían Carmen Guarini y Marcelo Céspedes, Herzog no analiza la rutina mediática sino que hace foco en un acontecimiento extraordinario: la presentación televisiva y radial del grupo Comando Sabino Navarro, en abril de 2000. Detrás de las máscaras y uniformes que salieron al aire por las cámaras de Crónica estaban Juan María Lima, Carlos Sánchez y Patricia Rivero, tres militantes cuyas vidas habrían de cambiar radicalmente a partir de ese reportaje clandestino inflamado de retórica revolucionaria. Después se supo que esa entrevista no fue más que un encuentro pautado entre Crónica y tres líderes piqueteros que, tratando de mantener el interés de los medios masivos por los cortes de ruta en Concordia, se jugaban al todo o nada inventando de la noche a la mañana un comando con aires de guerrilla que defendía la lucha armada.
Casi sabiendo que una investigación netamente periodística del hecho no sería un abordaje adecuado para un acontecimiento de esas proporciones, a la representación de Crónica y de los integrantes del comando, Herzog opone otra representación, esta vez cinematográfica, que se nutre de lo popular y hasta del aliento mítico que desde hace diez años rodea el nombre de Sabino Navarro. Los protagonistas de Orquesta roja recuerdan, se detienen gozosos en las memorias de esos días como si se tratase de un tiempo heroico en el que todavía se podía pelear por un mundo mejor. La película les brinda el marco ideal para sus nostalgias recortándolos contra las llanuras de Concordia, o devolviéndoles las imágenes de atardeceres rojizos en los que el horizonte entrerriano parece hacerse eco de las estampas fordianas de Monument Valley. Herzog magnifica con la lupa poderosa del cine los efímeros pasos por la historia argentina de los tres protagonistas y hace de su acción política una gesta épica, toda una lucha mediática (porque de armada efectivamente no tuvo nada) por la justicia social.
La clave que arrojan los testimonios de los entrevistados, ya sean piqueteros, periodistas o gente del pueblo, es que la estrategia empleada por los miembros del Comando es la que los llevó al fracaso: los mismos medios que los dan a conocer a todo el país son los que después los juzgan y condenan, primero reprobando sus consignas y después burlándose de ellos. A pesar de eso, Carlos y Juan guardan una enorme cantidad de recortes de diario con las noticias que rodean al Comando y a ellos; esos recortes vienen a ser una especie de huella impresa sobre la historia argentina que los protagonistas conservan incluso sabiendo la responsabilidad que tuvieron los medios en la caída del movimiento. Uno de los últimos planos, que muestra desde lejos a Carlos y a Juan caminando mientras hacen un balance de estos diez años y parecen planificar futuras luchas, los termina de pintar como eternos Quijotes dispuestos a continuar la batalla, aunque en su discurso no quede para nada claro por qué militan, si por mejoras sociales, contra el poder político de turno o por un cambio de conciencia de la sociedad. Sus objetivos y argumentos en la actualidad son tan poco precisos y prácticos como los que enumeraba Carlos en abril de 2000 a las cámaras de Crónica. Esa suerte de coherencia es el núcleo duro de la ópera prima de Nicolás Herzog y también el corazón alrededor del cual el director construye un documental preocupado más por la poesía y el mito que por la rigurosidad investigativa y la información de corte periodístico. Como si una ficción enderezara la otra, el final, con Carlos uniformado (haciendo nuevamente de Subcomandante Carlos) parado entre gomas prendidas fuego en el medio de la ruta, intenta ser un ajuste de cuentas tardío pero fundamental con esa representación fallida y malograda llevada a cabo frente a las cámaras de Crónica hace casi una década.