Dios de la adolescencia
Gus Van Sant es un caso paradigmático, aunque no el único: directores cautivados por el universo agridulce de los adolescentes, su estado de fragilidad e inquietud constante, su fotogenia y su singular manera de sobrellevar arduas eventualidades sin dejar de disfrutar de modas y juegos que parecen mantener todavía viva la inocencia de la infancia. Entre nosotros, realizadores como Ezequiel Acuña y Celina Murga expresan, a través de su obra, ansiedad por comprender esa etapa de la vida. En Raúl Perrone (1952, Ituzaingó, pcia. de Buenos Aires) también hay una suerte de fascinación por los adolescentes, aunque la suya es una mirada diferente, cómplice, con los pies en la tierra y el espíritu del barrio en diálogos, gestos y actitudes.
Desde su mismo título, su última película -premiada en la última edición del BAFICI- manifiesta un propósito ligeramente ambicioso (con una sola palabra sugiriendo un retrato generacional) y, al mismo tiempo, afectuoso y lúdico (como puede indicarlo la combinación de letras con números, algo que también lleva al lenguaje utilizado en la escritura informal en computadoras y teléfonos celulares). El hecho de agregar a dicho título el apellido del director habla, por otra parte, de un interés -más enfatizado que modesto- por dejar clara una marca autoral.
A lo largo de tres actos y una coda, P3nd3jo5 registra momentos en las vidas de distintos jóvenes de ambos sexos atravesadas por la incertidumbre o la angustia ante situaciones que no saben cómo resolver, mientras fuman, deambulan con sus skates y comparten su tiempo en taciturnos parques o clubes. Hay algo de desdén o despreocupación por lo material, evidente en detalles como el de ese chico que prefiere arreglar su skate a comprar el celular que le ofrecen. Los adultos son pocos pero no están mostrados como adversarios; por el contrario, suelen poner una dosis de sentido común y aconsejar con cariño (en algún momento uno de ellos parece extrañar la frescura de los jóvenes que lo rodean, subiéndose a un skate mientras se escucha la Cumbia en Do Menor).
A años luz del cine de Larry Clark y otros, no hay morbo en esta exposición de hechos a veces ciertamente dramáticos: un embarazo inesperado, la posibilidad de un aborto, el tuteo con la droga y con el delito asoman sin sensacionalismo, como parte de problemáticas que exceden a los personajes. Incluso los momentos que podrían resultar sórdidos son eludidos, tal vez porque Perrone no busca provocar incomodidad en el espectador sino identificación, comprensión o piedad. La sensación de desamparo que recorre la película permite indudablemente inferir un contexto político-económico-cultural-educativo que lleva a ese estado de insatisfacción personal y social, aunque el director podría haber añadido algunas referencias precisas sobre instituciones o hábitos responsables de esa suerte de decadencia.
De todos modos, la propuesta es abiertamente lírica y su mayor valor consiste, precisamente, en convertir espacios cotidianos en oníricos, haciendo del anodino paisaje urbano de todos los días algo casi mágico o fantasmal. Una búsqueda de trascendencia que puede remitir no sólo a Leonardo Favio (hay planos de lugares despojados con personajes parcos que traen inmediatamente a la memoria a las primeras películas del director fallecido el año pasado) sino también, de manera más manifiesta, a maestros como Carl Dreyer y Pier Paolo Pasolini (a quienes Perrone alude explícitamente en ciertos momentos).
Uno de los puntos altos de P3nd3jo5 es su musicalización y su admirable trabajo con el sonido. Haendel y Puccini se mezclan –literalmente– con cumbia electrónica (con Nomenombressway al frente) y esa masa musical fluye blandamente, completando los estados de soledad o de compañía de los personajes, su introspección o su vuelo. La banda sonora ignora deliberadamente las voces (al punto de agregar intertítulos, como en épocas del cine mudo), pero lo que se oye a veces no se corresponde con lo que se ve sino con condiciones anímicas, pudiendo, de pronto, irrumpir un disparo o escucharse como lánguido fondo lo que parece ser el ruido de una púa sobre un disco gastado. Es difícil encontrar un grado de experimentación similar no sólo en la filmografía de Perrone sino en el cine argentino de ficción de los últimos años: apenas Picado fino (1993, Esteban Sapir) y El nadador inmóvil (1998, Fernán Rudnik) se le acercan.
Apoyado en una expresiva fotografía en blanco y negro, Perrone logra conmover cuando se demora en la mirada de una chica pensativa, en los travellings de seguimiento de alguno de los pibes por caminos rodeados de árboles, o en el hermoso plano en el que el ocio compartido en una plaza exhibe como fondo misteriosos nubarrones y una calesita iluminada. Ocasionalmente recurre a la cámara lenta y a cortes y fundidos dentro del mismo plano, evitando filmar con cámara en mano, por lo que P3nd3jo5 invita todo el tiempo a la contemplación y a la reflexión antes que al sobresalto. Las imágenes de nubes en el cielo o de jóvenes en sus skates recuerdan a Gus Van Sant así como los travellings laterales por las calles devuelven el eco del primer Jim Jarmusch, pero Perrone logra correrse bastante de esas y otras influencias para plasmar algo propio, impregnado del tono húmedo, desgastado y a la vez refulgente de ámbitos y rostros que los argentinos conocemos de cerca.
Y es que Perrone no intenta copiar a nadie. Las características de P3nd3jo5 (su ausencia de actores conocidos, la elección del blanco y negro, incluso su duración) dejan en claro que no hubo cálculo sino simplemente necesidad de expresarse. Con virtudes y defectos tal vez, pero, sobre todo, con honestidad y una protectora sensibilidad, algo que siempre se agradece.