De un cine artesanal de barrio a un esteticismo a la moda
Raúl Perrone, proclamado cultor de un cine básico y directo, autor respetado entre los amantes del bajo costo y los habitantes de Ituzaingó, donde siempre ambienta sus pequeñas historias de viejos y adolescentes sin iniciativa ni mayor futuro, se ha dejado tentar por el esteticismo y la grandilocuencia. Su nueva película impresiona más por las formas y la larga duración, que por el contenido.
Corresponde, quizás, explicar algo. Sus obras son habitualmente breves, y varias de ellas pueden ordenarse en trípticos. La que ahora vemos, con las rutinas de unos skaters de Zona Oeste someramente asediados por la fama de un dealer, los padres, la policía, y la muerte en accidente glorioso, dura 157 minutos, es decir más de dos horas y media, pero como se divide en tres partes y una coda fácilmente puede entenderse que estamos ante un tríptico de menos de una hora cada parte. Lo que no se entiende es el nivel exagerado de algunos elogios que ha recibido, y con los cuales sólo se puede coincidir enteramente en un punto: la película es realmente hipnótica.
Quizá cierta tendencia a las reiteraciones y la mínima trama provoquen alguna pérdida de atención en el espectador. En compensación surgen momentos estilizados, envolventes y engañosamente calmos, que fascinan a más de un habitué del cine minimalista. Entre ellos, el famoso director tailandés Apichatpong Weerasethakul, ganador de la Palma de Oro en Cannes, que en carta al productor ejecutivo Pablo Ratto definió la experiencia "como una explosión de energía juvenil que poco a poco se desintegra y te deja con lágrimas fantasmales". Lo de explosión de energía es exagerado, pero este hombre sabe de lágimas y fantasmas, y hasta se ofrece a salir de garante en la difusión internacional de la obra.
Quién sabe si Perrone esperaba algo semejante. Tampoco muchos seguidores esperaban que su cine casi casero, artesanal, se volviera tan cuidadoso de las formas y de los climas, e hiciera trascender más allá del naturalismo a sus criaturas. Porque esto último ocurre de veras. Sus retratos de chicos intimamente afligidos por algo inasible tienen más fuerza de lo habitual, gracias a una música enrarecida con dejos alternativos de ópera y cumbia, el uso de intertítulos de tipografia moderna en vez de diálogos sonoros, y el refinado blanco y negro que potencia el atractivo visual de un skatepark bajo autopista y otros lugares. Pero esos retratos apenas cuentan historias. Y la película es bastante larga.