Luna sangrienta
En este presente apresurado, siempre urgente, sería imposible concebir la vida sin dispositivos móviles, sobre todo sin celulares. La red global nos desnuda de secretos, de impudicias, también de necesidades básicas. Nos salva y a la vez nos condena. La frontera entre aquello que teníamos como un bien preciado, nuestra privacidad, de pronto se vuelve pública. La memoria, que era confusa, selectiva e íntima, se ha vuelto una memoria digital, un simple disco rígido, que no distingue lo importante de lo urgente. Guardamos en el celular nuestras fotos, nuestras palabras, nuestras relaciones y sobre todo nuestras voces –ícono preciso de nuestra identidad–, decimos y hacemos, construimos y destruimos relaciones atravesados por un aparatito, pequeño, casi diminuto que es la extensión de la mano, parte de nuestro cuerpo, incorporado a la circulación del flujo sanguíneo.
Y los celulares, finalmente, se han apropiado de nuestra ética y a veces de la moral social. Perfectos Desconocidos trata de eso, de cómo nuestra ética privada, íntima y personal se quiebra cuando se accede a esa parte casi diabólica de la tecnología. Como se desnuda la doble moral en apenas un mensaje de texto, una foto, un “¿donde estas?”.
Siete adultos, amigos de toda la vida, comparten una cena con un telón de fondo mágico y a la vez perverso: un eclipse de luna, la “luna que sangra”, dice una de las protagonistas. Esa sangre cubrirá de a poco cada una de las situaciones que se desarrollan en la película y a la vez cubrirá de desvelos y violencias a cada uno de los protagonistas. En un juego que ahora puede considerarse macabro, deciden jugar al “juego de dejar los celulares encendidos” durante la cena. Abiertos y desangrados, esas maquinitas irán mostrando la endeble ética de cada uno de ellos y a la vez poniendo de manifiesto los prejuicios morales de una sociedad que los lleva tan arraigados. La infidelidad, la paternidad, la profesión, la sexualidad, el trabajo; se desnudan a las miradas y a los oídos de los demás, mientras la luna, lenta e indefectiblemente, se cubre de rojo. El eclipse, un hecho natural, presagia desapariciones y muertes en la mitología del pueblo maya que nunca imaginó celulares, ni discos rígidos, ni ordenadores personales. Tal vez, esos viejos mitos anclados en la naturaleza sean reemplazados ahora por otra mitología: la del digital. Amamos dioses digitales, virtuales, dejamos en sus manos nuestros destinos de hombres pequeños, con debilidades, con recaídas, con secretos íntimos. Lo natural versus lo digital. Extraña tensión entre estos dos órdenes, y en el medio el hombre con sus miserias y sus grandezas.
La cámara de Alex de la Iglesia se mueve rápida, los primeros planos abundan, los gestos de esas siete almas son tal vez más importantes que las palabras. Sus celulares cuentan su intimidad, sus secretos, desnudan a los protagonistas de prejuicios morales y quiebran su débil ética. La película se mueve en interiores: las casas de cada una de las parejas al inicio y luego ese interior espléndido del departamento de los anfitriones repleto de objetos de valor, esos considerados de diseño que muestran también que esta es la historia de una clase social determinada. El magnífico edificio en el que se reúnen nos hace saber que estamos en presencia de un grupo de amigos de clase alta. También la tecnología, más certeramente el uso que hacemos de ella, es una cuestión de clase.
La película se mueve en interiores y solo se abre al exterior cuando se mueven hacia el balcón donde algunos van a fumar, a consolarse, a ver el eclipse. Apenas asomados al exterior, suele producirse el “desastre”: la doble moral se desnuda, las miserias despuntan, los secretos se develan. La tensión entre ese exterior un poco fingido (es un balcón, no la calle) y el interior cargado de un aire denso, hecho de subjetividades y de mentiras, se desmadra cuando el aire, el viento, la fuerza de la naturaleza vuelve todo a su lugar. De nuevo el enfrentamiento entre la naturaleza con su fuerza irremediable y la tecnología con sus pálidas subjetividades.
Esos burgueses viven entre interiores lujosos, tecnología de punta y objetos valiosos. Las apariencias son así, apariencias. La noche eterna en la que ese grupo se reúne también es importante. El espacio y el tiempo definen las acciones de esos personajes determinando su estatus y sus conductas. Esos interiores recargados no son nada más que el reflejo de los interiores de los propios protagonistas, densos, cargados, cerrados. La cámara de De la Iglesia se mueve rápida y certera, un poco histérica, dando agilidad y ritmo sostenido a una película que trabaja temas complejos. Los contrapicados, los picados, los primeros planos, la irrupción del viento o del efecto de la luna sobre las personas de alguna manera dan cuenta de la dinámica interna de esas parejas, de esos hombres y mujeres que guardan en sus interiores – en sus cuerpos y en sus teléfonos– una marea de secretos y de prejuicios, de infidelidades y de éticas deshechas, de sangre y de violencia, de silencios. La escala cromática de la película tiene como eje los colores oscuros, sobre todo el rojo, o más bien la sangre que irá tiñendo a ese grupo de burgueses un poco bohemios, un poco aburridos.
Alex de la Iglesia se desvía apenas de ese guion original llevado a la pantalla hace tan solo dos años por Paolo Genovese, que ha sido un contundente éxito de público. Me pregunto las razones íntimas (si es que estamos hablando de intimidades) que llevaron al director español a adaptar una obra tan cercana en el tiempo y quizá tan alejada de las coordenadas de su universo cinematográfico. No lo sabré, por suerte, aún no podemos conocer todas las intimidades de los otros, siempre nos quedará algo en secreto, algo guardado, algo que solo tiene que ver con la sensibilidad, con la emoción, con aquello que es intransferible.