Al rincón
Lo más importante es que Kristen Wiig se tomó el buque de Saturday Night Live. En realidad eso ocurrió pero todavía no. Es decir sí, pero no del todo, ya que por suerte aun la podemos ver, gracias al defasaje en los capítulos que se emiten en la Argentina respecto de los Estados Unidos, los que estamos de este lado del planeta. Pero el caso es que nos queda poco y la desazón es grande. Y no es que el resto de la trouppe del programa lo haga del todo mal. Lo que pasa es que Kristen Wiig es la mejor de todos ellos: hay que decir que Kristen es única. Cuando fue su turno de desembocar en la pantalla grande siempre se las arregló para imponer su sello, sin importar cuan pequeño fuera el papel que le tocara en suerte. En algún punto, Kristen Wiig se transformó en una verdadera especialista en esas sesiones de gimnasia rítmica desaforada, bailes alocados desbordantes de extrañas fuerzas centrífugas con la capacidad de zamarrear y trastocar cada escena, siempre mediante una gracia y convicción sorprendentes que parecen llegadas de otro mundo: esa clase de cosa que les suele salir mejor a los cómicos varones que a las mujeres. Puros prejuicios que la genética mayormente no se había molestado hasta ahora en desmentir. Tenía que pasar que llegara ella. Después del vendaval que significó Damas en guerra –nunca hablaremos demasiado de esa película–, ese conmovedor destilado de morisquetas melancólicas, de arrogancia payasesca y de fragilidad, donde pudo brillar a sus anchas como nunca antes y estampar en cada fotograma, de paso, una rúbrica indeleble de actor-autor, parece que ahora vuelve a los papeles menores, a esa artesanía orgullosa y feliz cuya secreta obstinación pudo darle brillo a casi cualquier película.
Pero si no le tienen fe, la cosa no funciona. En Paul anduvo muy bien (el demiurgo sentimental Judd Apatow nunca puede del todo con ella), pero en esta oportunidad no. Es increíble tener a una actriz como Wiig desperdiciada en algo como esto: debajo de sus modales de comedia romántica Plan perfecto está embargada de una terrible seriedad indie medio pelo, esa manía de las así llamados comedias independientes de andar a dos aguas, nunca del todo cerca del meollo amoroso o del disparate sino manteniendo la gravedad como un simulacro más bien pálido de sofisticación. La cuestión de la paternidad, en la película, es un asunto importantísimo al que da la sensación de que solo se accede en puntas de pie y con el barbijo puesto, no vaya a ser que se vea bastardeada la “actualidad” del tema por la intromisión de la risa y el sinsentido abruptos. Si el tópico de los amigos treintañeros o cuarentones es el modo preferido de toda una zona del cine americano (aunque no exclusivamente) para el arrebato confesional al paso y la sensiblería encubierta, Plan perfecto se encuentra lejos de revertir la tendencia con su malograda colección de palabrerío cursi y sus planos desalmados. Medio perdida en un elenco que no es malo (Maya Rudolph y John Hamm la acompañaban en Damas en guerra), Kristen Wiig no tiene suficiente espacio y luce empeñada en pequeñas y estólidos actos privados que no logran integrarse con la debida seguridad a la película. No pasa nada con Plan perfecto: las consabidas crisis de la mediana edad las vimos mejor retratadas, con más comicidad y más angustia genuina. Que conste que Kristen no tiene la culpa de que la llamen para después tenerla en un rincón.