En la línea de ese cine social francés como Recursos humanos, de Laurent Cantet, y La guerra silenciosa, de Stéphane Brizé, Planta permanente se sumerge en el micromundo de las trabajadoras y los trabajadores de una Dirección de Obras Públicas provincial. Las protagonistas son Lila (Liliana Juárez) y Marcela (Rosario Bléfari), unidas en varios terrenos y ambas empleadas de limpieza del organismo. Además, se ayudan en la cocina (casera) y el servicio de almuerzo (artesanal y hasta un poco improvisado) para sus compañeros, lo que les asegura también un ingreso extra.
Cuando cambia la gestión y la nueva secretaria (Verónica Perrotta) asume sus funciones se vienen despidos, designaciones y cambios drásticos en la organización y dinámica interna. La flamante funcionaria acepta la instalación de un nuevo servicio gastronómico más organizado y profesional y, para mantener esa función, Lila deberá negociar con personas e intereses más oscuros. Surge, además, un profundo cisma afectivo y laboral con Marcela.
Radusky maneja la narración con solvencia, consigue notables actuaciones de las dos protagonistas y de la mayoría de los intérpretes secundarios y, si bien aquí hay un amplio espacio para la denuncia, nunca abandona un bienvenido humor negro.
Más allá de algún punto de giro un poco obvio y maniqueo que se produce en el segundo tercio del film, en buena parte de sus concisos y potentes 78 minutos Planta permanente resulta un inteligente y angustiante acercamiento a las miserias de la burocracia y, sobre todo, a cómo la falta de diálogo, solidaridad y conciencia de la clase trabajadora abre o facilita el camino para las divisiones internas y la posterior manipulación desde el poder. Como decía el Martín Fierro, “si entre ellos pelean, los devoran los de afuera”.