La segunda película de Corneliu Porumboiu, después de la genial Bucarest 12:08, es un policial atípico. Principalmente porque no hay tiros, ni persecuciones vertiginosas, ni momentos de tensión extrema. Pero sobre todo porque abundan las discusiones filosóficas, ocultas detrás de conversaciones rutinarias.
Cristi es un joven policía cuya principal acción es deambular. Lo hace por los espacios cerrados de una central para concretar trámites burocráticos y encargarle otros a sus compañeros de trabajo. También lo hace por los espacios abiertos de una Bucarest gris tras los pasos de un adolescente. La misión parece colosal pero es ridícula: desbaratar la ínfima red de narcotráfico que supuestamente lidera el joven.
Uno de los grandes méritos de la película es extender los tiempos a partir de largos planos que le otorgan densidad contemplativa a la espera. La misión requiere de mucha paciencia porque los resultados son cada vez menores y cada vez más dudosos: lo único que hace el perseguido es juntarse con sus amigos a la salida de la escuela para fumarse un porro. Ese mínimo dato y la declaración de otro joven sustentan la tarea que lleva adelante Cristi con visible incomodidad. Lo que más altera al protagonista no es la falta de certezas ni los eternos trámites burocráticos en busca de información fehaciente, sino el cargo de conciencia que le genera saber que dentro de unos años no se penalizará el consumo de marihuana. Eso se comprende por primera vez cuando le comenta a un superior que durante su luna de miel en Praga descubrió que la gente fumaba en cualquier lado y nadie hacía nada.
Pero nadie lo entiende. Porque las leyes son las leyes y adquieren el peso de lo inmutable, aunque constantemente demuestren lo contrario, como las palabras. El punto está en determinar quién tiene el poder para definirlas.
Al final, en una de las grandes escenas de los últimos años, el jefe de Cristi, el superior de los superiores, increpa al joven policía por su malestar. Cristi le confiesa su cargo de conciencia y agrega su postura frente a esta ley. Para resolver el problema el superior manda a pedir un diccionario, elemento clarificador e irrefutable. El lapso de silencio que separa la orden hasta la llegada del diccionario está resuelto con un solo plano general, en el que se observa a Cristi y a su superior mirando hacia una ventana. Unos minutos después, a través del diccionario, el poder destruirá cualquier cuestionamiento conceptual, pero el silencio en la ventana será el reflejo perfecto de lo que Cristi no puede explicar y que desbarranca ante la prepotencia de su superior.
Policía adjetivo es, en ese sentido, una genial película meditativa que reúne con la fluidez de una mirada ideas como la conciencia, la ley, la justicia y la ética. No es poca cosa y algunos podrían calificarla de pretenciosa, pero sería un grueso error. Corneliu Porumboiu nos entrega con lucidez y una cuota de angustiante humor, una de las grandes películas de los últimos años.