Policía, adjetivo, de Corneliu Porumboiu (el mismo de Bucarest 12:08) es muy diferente a La pivellina, aunque el paisaje urbanístico sea similar (la diferencia, en este caso, es que en La pivellina sabemos que fuera de estos monoblocks está la ciudad de Roma, mientras que la Bucarest que muestra Policía, adjetivo no parece tener ni una cuadra con la más mínima belleza). El protagonista es Cristi, un policía cuya rutina es mostrada una y otra vez, una rutina con mínimas variaciones: el seguimiento de un caso ínfimo (un joven que fuma hachís), los silencios, las cenas y las conversaciones con su mujer, las charlas y la burocracia en su trabajo. Policía, adjetivo es un policial implosivo, uno en el que la tensión se construye no como la promesa de una acción trepidante sino como un razonamiento. Esta es una película sobre ideas, sobre política, sobre una sociedad impregnada de décadas de manipulación y de usos perversos del poder. Cristi será puesto a prueba por mirar un poco, apenas, más allá de la grisalla y los límites de esta telaraña absurda (burocrática y kafkiana; por más gastado que esté este último adjetivo, aquí se aplica). Policía, adjetivo es un policial que tensiona por lo asfixiante y desarma por el pesimismo (o más bien la lucidez) con la que examina una sociedad. La secuencia final –en la que la acción y la violencia se ponen en escena en una oficina y mediante palabras–, es sencillamente memorable. No se la pierdan, y vayan preparados para una experiencia dura pero que premia a los espectadores atentos, pacientes, dispuestos no a ver una película genial (esa oscura mala palabra que Borges aplicaba a El ciudadano) sino a enfrentarse a una película cabalmente inteligente.