Si usted cree que el cine rumano es otra moda impuesta por la crítica, acérquese a ver este film y ponga en duda tal lugar común. Segundo largometraje de Corneliu Porumboiu (el de la recordada y excelente “Bucarest 12:08”), el film apela a planos largos, a momentos cotidianos y casi aburridos para contar el absurdo de una sociedad dominada por los lugares comunes de la burocracia. No es cierto que en esos planos “no pase nada”, sino que lo que pasa es mucho: la tragedia de la ridiculez de un estado que oprime –a partir de un lenguaje que podría pasar por políticamente correcto– al ciudadano.
La historia gira alrededor de un policía que debe vigilar a un joven sospechado de traficar drogas. En realidad, el crimen –si lo hay– es mínimo, y lo que ese trabajo cuestiona es sobre todo el discurso arbitrario de un estado que, incluso luego de la caída del muro, permanece policial. En esos planos aparentemente nimios de pronto estalla el absurdo jocoso, la idiotez humana, la incapacidad de los poderes públicos (anquilosados en un discurso monolítico) de comprender a sus ciudadanos. De comprender –como lo hace a su pesar el protagonista– el verdadero sentido de las libertades civiles. Rumania, país periférico al poder económico (como la Argentina, que de algún modo se transparenta en estos films precisos), es aquí metáfora de un estado del mundo mucho más amplio, donde “policía” y “política” demuestran tener la misma raíz etimológica. Las actuaciones tienen esa enorme potencia cinematográfica de hacernos creer –milagro absoluto en la pantalla grande– que esos personajes atados a un guión son seres de carne y hueso, nuestros semejantes.