Contra la tiranía semántica
El director de Bucarest 12:08 vuelve a proponer un film simple y accesible en su superficie, pero que por debajo de esa evidente sencillez de recursos –económicos y formales– plantea una sofisticada reflexión sobre las formas de pensamiento autoritario.
¿Qué quiere decir realmente la palabra “policía”? Este sustantivo, ¿puede acaso ser también un adjetivo? Y de ser así, ¿a qué palabras sirve y califica? ¿A Estado, Ley, Orden, Conciencia? Estas son algunas de las preguntas que están en el centro de Policía, adjetivo, un segundo largometraje que ratifica el talento y la originalidad del director rumano Corneliu Porumboiu. Ganador de la Cámara de Oro a la mejor ópera prima de Cannes 2006 por la notable Bucarest 12:08, Porumboiu vuelve a proponer un film increíblemente simple y accesible en su superficie, pero que por debajo de esa evidente sencillez de recursos –económicos y formales– plantea una sofisticada (y por momentos angustiosamente divertida) reflexión sobre las formas de pensamiento autoritario que siguen enquistadas, aún muchos años después, en una sociedad que atravesó la experiencia de la dictadura. En este sentido, que el film transcurra en una pequeña ciudad de Rumania no impide leerlo también en clave local, donde es fácil reconocer ciertos personajes y conductas que bien podrían ser, por qué no, argentinos.
El protagonista se llama Cristi (Dragos Bucur, de La noche del señor Lazarescu), es un policía joven, que ronda los treinta años y que está recién casado con una profesora de lengua. Ambos son trabajadores estatales y llevan una vida más que modesta en una triste, gris localidad de provincia que no se menciona pero que se sabe es Vasliu, la ciudad natal de Porumboiu, donde también rodó Bucarest 12:08. El pobre Cristi ha sido asignado por sus superiores a un caso que él mismo considera menor y estúpido, pero que por ley entra dentro de los delitos que deben ser perseguidos: investigar si un adolescente fuma cigarrillos de marihuana y, eventualmente, si les provee también a sus amigos. Así, Cristi se convertirá en la sombra del muchacho: lo seguirá a la entrada y a la salida del colegio y lo esperará todo lo que sea necesario en la puerta de su casa, por lo que también registrará informaciones supuestamente pertinentes acerca de sus padres y sus ocasionales visitantes.
Las horas-hombre dedicadas al asunto –que incluyen olisquear las colillas que el sospechoso deja en su camino y redactar, al final de cada día, minuciosos informes mecanografiados sobre las novedades, aunque no las hubiera– son inversamente proporcionales a la importancia del caso. Pero en el laberinto burocrático-kafkiano que es el sistema del que forma parte Cristi ese trabajo está allí para llevarse a cabo. Al fiscal no le importa que Cristi le cuente la experiencia de su luna de miel en Praga, donde vio que los jóvenes fumaban marihuana por la calle sin que nadie se molestara por ello. En la mentalidad provinciana y resentida de ese funcionario, eso en todo caso es problema de los checos. En Rumania se cumple con las leyes y, además, hay lugares tan bellos para visitar como en Praga... o los habría si estuvieran un poco mejor conservados.
En un film que trabaja deliberadamente con los tiempos muertos y con las interminables esperas de Cristi a la intemperie (lo que acentúa la naturaleza ridícula de su misión), hay dos escenas clave, magistrales en muchos sentidos, que proveen una tensión dramática que está en las antípodas de lo que se podría esperar de las convenciones de una película policial, en caso de que Policía, adjetivo lo fuera, algo más que improbable. La primera escena transcurre a la noche, en la casa de Cristi: acaba de volver del trabajo, es tarde, su mujer ya ha cenado y mientras él se dispone a comer algo, ella escucha en la computadora una canción popular particularmente cursi. La canción se repite una y otra vez, hasta el hartazgo, pero en vez de brotar de furia Cristi, por el contrario, se interesa por la letra, que no llega a comprender, más allá de su obvio mensaje romántico. “Es un símbolo, una metáfora”, le explica su mujer. Parecería que en el mundo esencialmente prosaico de Cristi –que el realismo seco y sucio del film no hace sino resaltar– una metáfora es algo impensable.
La otra escena es una que ya ha adquirido estatus de culto en todo el mundo, desde que la película volvió el año pasado de Cannes con el premio de la crítica y el galardón mayor de la sección Un Certain Regard. Hacia el final, cuando Cristi pide ser relevado de esa misión por razones de conciencia (si fuera detenido el chico podría pasar hasta 15 años en la cárcel y “le arruinaríamos la vida”, reconoce), su superior lo convoca a su despacho y manda pedir a su secretaria un... diccionario. Con este único instrumento, el comisario (interpretado por Vlad Ivanov, el mismo actor que en 4 meses, 3 semanas, 2 días, de Cristian Mungiu, encarnaba al siniestro abortista) lo humilla y somete bajo el peso de su tiranía dialéctica.
Hay un humor tan paradójico como angustiante en esta situación (y en la película toda), que viene a recordar que el dramaturgo Eugène Ionesco, padre del llamado “Teatro del Absurdo”, también era rumano. Las nociones que enuncia Cristi sobre conceptos tan abstractos como “ley” y “conciencia” no necesariamente coinciden con las que aporta el diccionario. Y la tortura semántica a que lo somete su jefe (que a diferencia de su esposa, no acepta símbolos ni metáforas) está dirigida a ejercer sin contemplaciones el poder inapelable que otorga la palabra impresa.
Si en el final de Bucarest 12:08, uno de los personajes, refiriéndose a su improbable rol en la caída del régimen de Ceaucescu, señalaba que “se hace la revolución que se puede, cada uno a su modo”, aquí Cristi viene a comprobar en carne propia que, veinte años después de la caída de la dictadura, esa revolución todavía está muy lejos de concretarse.