El concepto de remake en crisis
Habrá muchas remakes intrascendentes, pero también unas cuantas sumamente interesantes y hasta excelentes -Temple de acero y Los infiltrados pueden ser ejemplos recientes-, con lo que seguir plantándose en esa posición de que “los originales son intocables” ya tiene poco sentido: lo que importan son las películas en sí y cómo establecen un diálogo de mayor o menor profundidad con los originales, sin dejar de ser películas de su tiempo. En eso, es llamativo el camino que ha recorrido el relato de Punto límite (film que se estrenó hace 24 años, lo que implica que se acabaron las excusas sobre la cercanía en el tiempo): tuvo una especie de remake no oficial en Rápido y furioso -que repetía la trama sobre un policía infiltrado en una banda de ladrones que terminaba identificándose demasiado con los criminales- y ahora su remake oficial toma muy en cuenta todo el concepto estético, narrativo y temático en que ha ido derivando la saga de Rápidos y furiosos.
En sí, la apuesta de Punto de quiebre podía llegar a tener factores de interés: consiste en ampliar el espectro, pasando del foco en Los Angeles a una escala global tanto de las acciones como del conflicto, pero repitiendo la historia del agente del FBI infiltrado en un grupo de criminales, sólo que ahora los robos son multimillonarios y las secuencias de riesgo no son sólo de surfismo y paracaidismo, incluyendo otro tipo de pruebas. El problema es que el director Ericson Core y el guionista Kurt Wimmer parecieran no tener en cuenta que para que las escenas de riesgo generen tensión, al espectador le tiene que importar lo que les sucede a los personajes. Y eso nunca sucede, básicamente porque todos, absolutamente todos los personajes son, con suerte, unidimensionales (algunos son directamente la nada misma).
Realmente nunca interesa el dilema moral del Johnny Utah interpretado por Luke Bracey (un actor que entre El aprendiz y esta película viene demostrando consistentemente que es de madera terciada), ni las casi permanentes bajadas de líneas sobre el contacto del ser con la naturaleza y el abandonar la culpa por las decisiones de otros del Bohdi encarnado por un inexpresivo Edgar Ramírez. Menos aún lo que tienen para aportar personajes secundarios como los de Delroy Lindo -quien desde 60 segundos parece condenado a hacer de policías inverosímiles-, Ray Winstone -el único sólido en su desempeño, a pesar de ser totalmente superfluo en la historia- y Teresa Palmer -su papel femenino es directamente imposible-. Todo está demasiado puesto en función de las secuencias de acción -que ni siquiera tienen el nervio esperable- y lo que hay en el medio son transiciones insoportablemente aburridas, donde ningún diálogo funciona, prácticamente todas las actuaciones están a contramano de lo requerido y los conflictos desarrollados están lejísimo de alcanzar peso dramático.
Pero si ya de por sí Punto de quiebre es un film pobrísimo, un sub-Rápidos y furiosos (lo cual es decir mucho) que busca conectar con el público joven pero carece del vigor requerido para hacerlo y está invadida por el cálculo, cuando se entabla la inevitable comparación con Punto límite queda aún peor parada. El film de Kathryn Bigelow era un policial esencialmente urbano, con una dosificada pero impactante violencia, que a partir de hacerse cargo del materialismo de su premisa -la banda de los Ex Presidentes realizaban asaltos bancarios para bancarse los viajes a distintos puntos de surfeo- y del machismo de los personajes, conseguía establecer un diálogo fluido con lo que implicaba el contacto con la naturaleza y lo espiritual, hilvanar una lectura homoerótica de los lazos entre los protagonistas, otorgarle un rol decisivo a la única mujer de la historia y reflexionar con precisión sobre las delgadas líneas que separan a las fuerzas del orden de las marginales. Era una película de enorme fisicidad -lo que incluía unos cuantos desnudos para nada culposos- y que avanzaba casi sin permitirse un respiro, embistiendo incluso al espectador.
Lo de Punto de quiebre es todo lo contrario: todo está demasiado pensado y cuidado, y ni siquiera termina de establecer una posición precisa respecto al material original, copiando incluso escenas emblemáticas de una manera vergonzosa. Jamás se termina de decidir a crear algo nuevo, y su falta de espontaneidad la lleva a tropezar una y otra vez. Estamos ante una película vacua, inexpresiva, sin alma, muy preocupada por establecer parecidos con los referentes inmediatos y que encima es tan larga, se enreda tanto en sí misma, que termina cansando. De esta forma, se inscribe dentro de la línea de híbridas remakes como las de El vengador del futuro y Robocop, aunque los resultados son mucho peores. Por eso, lo único que queda, para un treintañero como quien escribe, es la nostalgia y melancolía: el tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos y ni siquiera nos cuidan esos pequeños clásicos de los ochenta y noventa.