El mar siempre me trae recuerdos de la guerra
También a mí me trae recuerdos de cuando era joven
El retrato templado de la vejez como un acervo de ambivalencias nos brinda calma al terminar ¡Que vivas cien años! (2020). Esto se sostiene durante la obra con tres elementos: el trabajo cuidadoso de los planos, cierta distancia cómica hacia los personajes mayores de ochenta años, y el contraste de las tonalidades verdes y negras como inquietudes remotas.
Estos “cuentos documentales” parten de un detalle. Cada vez que aparece un personaje, nos indican su nombre y edad, sean jóvenes, adultos o viejos. Estas etiquetas de identidad pueden verse en principio como una distracción paradójica cuando la obra pretende liberar la vejez de juicios.
Sin embargo, también entendamos esta fijación nominal y etaria como uno de los pocos intentos del realizador Víctor Cruz a documentar cierta fidelidad de estas vidas junto con la mención tipográfica de las tres regiones donde está ambientada: las selvas de Nicoya (Costa Rica), Cerdeña (Italia) y Kohama (Japón).
Ya en esta época incluso la teoría cinematográfica lo reconoce: debido a las estrategias discursivas del documental, su registro de la realidad es una construcción, más allá de la mayor o menor fidelidad pretendida. Lo interesante es cómo aquí la puesta en escena brinda la reflexión de que la edad también es una conveniencia social donde si acaso los niños pueden huir de ella.
Para remarcar la buscada vitalidad, la película aprovecha la llaneza de la banda sonora. Con canciones simples como la de la fuerza de seguridad costarricense, “Volare” de Domenico Di Mugno y Franco Migliacci, y “Come on and dance Kohama Island” interpretada por KBG 84, propone una liviandad respetuosa hacia la vejez mientras los vemos montar a caballo, tejer o pilotear una avioneta. Como si se tratara de edades donde la alegría y la actividad física son igual de válidos como la tristeza, los chistes sexuales y la autoconciencia de que llegar más allá de los ochenta años es un karma disfrutable.
Víctor halla maneras de que esta postura complaciente no se convierta en un mensaje moral. Ejemplo de ello es el resoplo del caballo en la escena luego de que termina la canción tan sospechosamente luminosa de la policía. También lo es la de KBG 84 cuando vemos que fue subida a YouTube. Ambas son muestras de que estos motivos de alegría están exagerados a propósito.
A su vez, la serenidad audiovisual en los tres segmentos hace contrapeso al “buen” humor. La obra nos invita a esta dinámica con la ya mencionada presencia de los árboles a lo largo de estos tres relatos documentales y la del agua, sobre todo en el segmento japonés donde Tomi San y su amiga están paradas frente al mar. Tal balance anímico de alguna manera nos interpela: dónde quedan la templanza y el “mal” humor en las valoraciones hechas hacia nosotros mismos y los demás.
El mencionado muro que las separa del océano recuerda a un plano general de Yasujiro Ozu (60) en Cuentos de Tokio (1953). En este, un leve contrapicado muestra el límite entre la calle y el mar con los dos padres de la familia sentados en el muro que atraviesa la imagen como una diagonal, mientras ellos ven hacia el horizonte. Esta referencia es válida solo si recordamos que el clásico nipón atravesaba la vejez por los estragos de la guerra así como estas dos mujeres nonagenarias vivieron ese fantasma bélico.
Pero Wim Wenders (75) lo aseguraba ya en su diario fílmico Tokio Ga (1985). De esa cultura contemplativa poco queda en el Japón de ahora. Y por su parte, el muro en ¡Que vivas cien años! forma un ángulo recto, no lineal, y tampoco hay contrapicado. Con este leve triángulo dirigido al mar, la coproducción ítalo argentina nos invita más bien a enfrentar los pasados de sus personajes desde su contradictoria vitalidad y no solo desde la “extrema ternura” tan apuntada por algunos críticos o lo sugerido en principio por el mismo afiche.