La crisis por la que atraviesa Estados Unidos ya tuvo sus primeras películas: Larry Crowne y Quiero matar a mi jefe. Incluso parapetada en las formas amables de la comedia romántica, la película dirigida por Tom Hanks habla casi directamente de una economía al borde del derrumbe que se cobra víctimas como Larry y las deja, entre otras cosas, sin trabajo y sin casa. En Quiero matar a mi jefe, en cambio, tanto Estados Unidos como la economía quedan fuera del relato pero solo a primera vista, porque se perciben como ecos insistentes que envían señales de alerta desde algún lugar lejano e impreciso. La premisa de la película es más o menos sencilla: tres amigos se enfrentan a jefes que les hacen la vida imposible y deciden planear asesinatos de manera cruzada al estilo de Extraños en un tren. Pero la anécdota, simplona, implica enorme cantidad de signos que, de manera silenciosa, constituyen el telón de fondo de la película. Ante los atropellos sufridos por parte de sus jefes, los protagonistas, ¿no pueden cambiar de empleo? ¿O buscar dentro de sus trabajos (los tres son privados) canales para poner en cuestión la autoridad de sus superiores? O, en última instancia, ¿por qué no acuden a alguna institución, estatal o no, en busca de ayuda?
Nick, Dale y Kurt parecen contar solamente con dos opciones: soportar los abusos hasta los límites de la humillación o revelarse y matar a sus jefes. Entre los polos de la sumisión total y el crimen no hay zonas intermedias. El problema no es que el trío sea de armas tomar y rechace voluntariamente las medias tintas, sino que nunca se les cruza por la cabeza una verdadera alternativa: consultar a un abogado, llevar el reclamo a algún sindicato, formular una demanda a la justicia (el comportamiento de los jefes muchas veces se hunde en la ilegalidad). En esos momentos en los que los protagonistas deciden jugar a todo o nada es cuando se siente cada vez con más evidencia que la falta de opciones, en cierta medida, está reenviando a otra cosa, posiblemente un contexto, una situación política que los coloca en ese lugar de tensiones y los empuja a hacer lo que hacen. Si un jefe acosa sexualmente a su empleado (no importa que el jefe sea una Jennifer Aniston guarrísima) poniendo en riesgo su matrimonio y esa persona no tiene ninguna vía institucional para hacer un reclamo oficial y, para colmo, tampoco puede cambiar de trabajo, entonces hay algo en esa sociedad y en su manera de concebir las relaciones laborales (o las relaciones, a secas) que está a punto de colapsar.
Ese estado de cosas, extremo, casi de suma cero, bien podría ser la cara visible de una crisis que en Quiero matar a mi jefe existe de manera tácita pero que igual alcanza a atenazar a los personajes, a dejarlos en un lugar de altísima vulnerabilidad social. Los momentos en los que esa crisis innominada se vuelve concreta, material, aunque no sea por más que durante unos pocos planos, es cuando los protagonistas acechan a los jefes en sus casas. Mientras que casi no sabemos nada del trío por fuera de su trabajo (y mucho menos conocemos sus hogares), la película elige mostrar todo el lujo y el confort de las mansiones de los jefes. Esa decisión implica todo una concepción del mundo: los asalariados del montón (incluso uno que puede llegar a vicepresidente como Nick) no cuentan con nada que valga la pena mostrar en detalle, ya sean parejas, casas, o hobbys. En cambio, de los jefes se puede saber todo eso y más (como sus alergias o manías persecutorias), porque ellos son los que están capacitados para la exhibición de su estatus, los que tienen algo para mostrar.
En este punto es en donde la comparación con Larry Crowne se vuelve fundamental. Mientras que en Quiero matar a mi jefe el camino elegido es el del asesinato y, cuando las cosas salen mal, los protagonistas son salvados de manera casi milagrosa por un algo así como un GPS ex machina, en Larry Crowne existe una especie de proyecto social: para superar la crisis hace falta (re)aprender algunas cosas como el funcionamiento de la economía, hablar y relacionarse con los otros. En la película de Tom Hanks hay un programa democrático que se funda sobre todo en la responsabilidad individual y la tolerancia. Larry asiste a un curso de oratoria para hablar mejor y en eso podría cifrarse toda su responsabilidad civil y ganas de ser mejor sin buscar culpables o chivos expiatorios. Si los protagonistas de Quiero matar a mi jefe emprendieran un aprendizaje similar, quizás estarían en condiciones de comunicar con éxito las injusticias que sufren y de enderezar los atropellos perpetrados por sus jefes. Pero alcanza con verlo a Dale y sus múltiples tics y dificultades a la hora de formular una frase para entender que las criaturas de la película de Seth Gordon no están capacitadas para aprender nada.