Cuidado con el síndrome de la segunda mitad
Originalmente titulada Horrible Bosses, Quiero matar a mi jefe confirma que cuanto más complaciente se pone la corporación Hollywood, con mayor virulencia el género comedia se hace cargo de las broncas, animosidades, desbarranques y transgresiones que el cuerpo social fermenta. En este caso se trata de honrar uno de los más nobles y legítimos deseos del ser humano. Deseo reforzado, en la medida en que los que un día deciden pasar a la acción son tres tipos, cada uno de ellos con su propio jefe horrible para asesinar. Dueña de una de las premisas más compartibles por la humanidad entera, esta muy negra comedia arranca a todo vapor, tiene magníficos personajes, notables actuaciones y buena cantidad de momentos muy altos. Sin embargo, termina cayendo presa de lo que podría llamarse “síndrome de la segunda mitad”, virus que a la larga impide, a algunas de las más arriesgadas comedias estadounidenses contemporáneas, parecerse a lo que prometen.
Empleado jerárquico con ambiciones, Nick (Jason Bateman) debe padecer a uno de esos sádicos que usan su poder como arma de humillación. Kevin Spacey le saca todo el jugo a la repulsividad del tipo, a partir de una escena de presentación francamente genial, verdadera clase magistral de cómo manipular, torturar psíquicamente, triturar al prójimo. Empleado de una compañía química, Kurt (Jason Sudeikis) tiene un jefe angelical, amoroso, inconcebible (Donald Sutherland). El problema es el hijo y posible sucesor del jefe, cerdo tan carente de escrúpulos como pasado de rivalidad, revoluciones y testosterona. Con una calva y una barbita candado que lo hacen irreconocible, la deformación a la que se ha sometido Colin Farrell recuerda lo de Tom Cruise en Una guerra de película.
La escena en la que el tipo arrasa con todas las formas de civilidad habidas y por haber, barriendo con embarazadas, negros, discapacitados y contaminados (por los desechos tóxicos de su propia firma), pelea con la de Spacey el trono de Gran Escena Biliar de la Temporada. ¿Hubiera soñado acaso el Almodóvar más negro a Je-nnifer Aniston como dentista-abusadora sexual, pretendiendo voltearse a su asistente (Charlie Day, tercer damnificado) sobre el cuerpo inerte de la esposa, a la que acaba de dormir con anestésico? ¿Hubieran imaginado los Farrelly al viejo amigo de los tres, ex empleado de Lehman Brothers, que se gana unos pesos como masturbador pago de parroquianos de pubs? ¿Hubieran concebido los Coen al falso hit man de Jamie Foxx, contratado para enseñarles cómo cometer no un crimen perfecto, sino tres?
Ese personaje es lo último extraordinario que sucede en Cómo matar a mi jefe. A partir del momento en que los tres protagonistas (cifra clave para la comedia “de hombres” estadounidense, parecería, después de ¿Qué pasó ayer?) se ponen en campaña para deshacerse de sus jefes, lo que hasta entonces chorreaba veneno se vuelve una comedia policial-negra del montón, con tres torpes y tontos tipos de clase media comportándose como tales. Problema serio, en tanto desbarata la identificación sobre la cual toda la película pivoteaba. El otro problema de fondo es que la película parece olvidarse de sus “malos”, que son los que le daban sabor y color.