Tres tipos con clase
En Estados Unidos, cuando las cosas marchan bien, para qué hablar de problemáticas sociales aburridas con las que casi nadie se puede identificar. De eso se puede ocupar el Festival de Cine Malayo, que está allá lejos, en New York. Cuando las cosas marchan mal en Estados Unidos para qué hacerse mala sangre con dramones que nos refriegan en la cara lo miserable que es la vida del americano promedio, y seguramente la nuestra, que se le parece por añadidura. Para esas situaciones poco agradables existe un género llamado comedia, único pozo séptico donde está permitido evacuar la supuración comunitaria de aquellos que perdieron la capacidad de indignarse, pero que todavía pueden reír: estoy hablando de la clase media, claro.
El guión de Quiero matar a mi jefe junta la crisis económica con tres protagonistas que pertenecen a esa misma clase. Así justifica lo injustificable. Tener jefes horribles (Horrible bosses, ese es su título en inglés) no es algo fuera de lo común, es más, se puede decir que lo extraño es tener de jefe a un buen tipo. ¿Cómo es, entonces, que este trío de cuarentones intenta llevar a cabo el asesinato de sus tres sádicos patrones? La respuesta la da un cuarto amigo que se les aparece por el bar, que desocupado desde hace un par de años sobrevive masturbando gente a cambio de unos dólares. Buscar otro trabajo no es una opción. En épocas de crisis cometer un asesinato está muy por encima del agujero sin fondo en el que cae el desempleado. Al asesino todavía le queda algo de dignidad.
Quiero matar a mi jefe no sólo se toca con la sátira social, como lo hizo ¿Qué pasó ayer?, la comedia se va revistiendo de otras cosas. Aquella es de aventuras y policial detectivesco, ésta de aventuras y crimen. Ambas están llenas de excesos que otras películas no se permiten. La de Tod Phillips, se desboca con ayuda de drogas y personajes completamente enajenados como el de Zach Gallifianakis. En cambio, en la que nos atañe, la de Seth Gordon, el interés del espectador decae por la misma razón que el guión funciona y la historia se vuelve verosímil: si Gordon necesitaba tres hombres de clase media que tuvieran terror de perder lo que habían conseguido en su penoso ascenso social, cuidadosos con los pequeños logros, no se podía esperar que de ellos surgiera el mayor de los descaros. Los encargados de la locura son los jefes, los que sobrevuelan las miserias ajenas con la vaca atada. Colin Farrell es un cocainómano medio pelado que puede echar a un hombre sólo porque no le gusta el rechinar de su silla de ruedas; Kevin Spacey es un gerente completamente cínico y manipulador, cornudo y ególatra; Jennifer Aniston es una odontóloga caliente y perversa, una acosadora sexual de tiempo completo que en el cuerpo de Jennifer Aniston se vuelve una bomba neutrónica. Los tres están tan arriba, tan excitados, que los pobres protagonistas les hacen lugar, el lugar para que sean jefes, pero cuando los jefes empiezan a ocupar menos tiempo en pantalla, la película vuelve a los terrenos más tranquilos donde se narran los enredos de estos cuarentones que juegan a ser asesinos porque no pueden serlo.
Como sus tres protagonistas, desde el principio la película deja al descubierto sus límites. Al igual que los tres muchachotes, sabe hasta donde dar rienda suelta a la demencia y no se deja llevar hacia ningún lugar desconocido. Quiero matar a mi jefe es una buena película que deja un mal sabor de boca porque queda la sensación de que podría haber sido mucho más, que tuvieron la oportunidad ahí adelante y lo desaprovecharon. Todo sea por el verosímil.