El sueño de todo trabajador
La premisa inicial de Quiero matar a mi jefe (tres tipos que deciden asesinar a sus jefes, hartos de los continuos abusos) era muy atractiva. Lo mismo el trío principal de actores, compuesto por Charlie Day, Jason Bateman y Jason Sudeikis, que siempre han sabido laburar la incomodidad desde distintos lugares. Si a eso le sumamos a Kevin Spacey, Jennifer Aniston y Colin Farrell como los villanos, más Jamie Foxx en un papel por lo menos ambiguo, todo se potenciaba aún más. Lo que no brindaba tanta confianza era el nombre de Seth Gordon, director de Navidad sin los suegros, una película que arrancaba como para delatar todas las miserias de la institución familiar, para terminar desinflándose y avalando todos los conceptos de esa misma institución a la que atacaba.
La primera mitad de la película (en especial la media hora inicial) arranca como para avalar lo mejor que se podía esperar. De hecho, hace recordar a esa pequeña joyita desbordante y excesiva que era Las locuras de Dick y Jane, esa comedia con guión de Judd Apatow y Nicholas Stoller, protagonizada por Jim Carrey y Tea Leoni, donde se echaba una mirada despiadada sobre el capitalismo salvaje y las conductas inmorales de las corporaciones, que terminaban fomentando y despertando a la vez las conductas más ilegales y bajas de los ciudadanos, que en un punto no dejaban de ser miradas con simpatía, o por lo menos comprensión.
En Quiero matar a mi jefe contemplamos ámbitos donde todos los valores tradicionales que sostenían diversas creencias laborales están completamente degradados: tenemos jefes que, dependiendo del caso, usan su puesto de forma explotadora, degradante e hipócrita (Spacey); conciben el negocio familiar sólo como una caja registradora (Farrell); o que se aprovechan de su posición lisa y llanamente para abusar sexualmente al subordinado (Aniston). El desparpajo con que se muestra esto puede ejemplificarse en la escena donde Spacey anuncia que unirá su puesto de presidente con el de vice, para así poder aumentar su sueldo y agrandar su oficina; o en la que Farrel se propone despedir “a la gente gorda” y, en especial a un empleado inválido al que llama despectivamente “Charles Xavier”.
Pero esto se continúa también con los empleados, con los oprimidos, que también poseen una buena dosis de patetismo: el personaje de Bateman sólo busca ascender cómo sea, y se nota que buena parte de lo que le enoja de su jefe es no estar en ese lugar de poder; el de Sudeikis concibe a la mujer sólo como un mero objeto destinado a satisfacer sus placeres carnales (aunque la puesta en escena le festeja bastante esto, porque siempre termina saliendo bien parado); y el de Day alcanza la cumbre con su obsesión matrimonial, no viéndose a sí mismo más allá de la relación de pareja.
Son en estos minutos donde lo que menos abunda es la corrección política, con chistes sobre negros (el personaje del consultor de asesinatos de Foxx, con todo su problema de identidad a partir de su nombre, es una broma caminando), indios, sexo, drogas, alcohol y matrimonio que casi siempre funcionan. De hecho, hay un ida y vuelta entre el espectador y la historia, con una identificación con los protagonistas por un lado, pero también cierta distancia por la torpeza y hasta la falta de determinación que muestran, como si no estuvieran realmente convencidos de concretar lo que en el fondo desean fuertemente. En un punto, son como Homero Simpson en el episodio que parodiaba a Drácula, cuando se preguntaba, con temor y deseo a la vez, “¿Matar a mi jefe? ¿Realizar el sueño de todo trabajador?”.
Pero luego viene la segunda parte de la película, donde tienen que empezar a resolverse las cosas, y ahí es donde vemos el mayor peso del director, ejerciendo una bajada de línea que no es tan conformista, pero si elusiva con respecto a los conflictos planteados anteriormente, como si se contagiara del trío principal y decidiera no concretar sus deseos, dejando de apretar el acelerador. Allí Quiero matar a mi jefe adopta una estructura de policial con mezcla de relato jodón, muy al estilo de ¿Qué pasó ayer?, que bajo su estructura genérica ocultaba (o no tanto) un conservadurismo ramplón, donde todo volvía a la normalidad, para no modificarse nada. Acá incluso la trama termina ofreciendo unos cuantos agujeros, con personajes y subtramas que no son suficientemente explotados, y resoluciones apresuradas y facilistas.
Quiero matar a mi jefe finaliza dando la impresión de ser una comedia decente, con unos cuantos buenos momentos, pero incapaz a la vez de elevarse por encima de la media. Y vuelve a actualizar la polémica sobre los alcances y límites de los más recientes exponentes de la comedia norteamericana, en todos los rubros principales: actuación, dirección y guión. La sensación es que el potencial es abundante, pero que falta más concreción.