Coca Light
La idea inicial de la película es una copia de la franquicia Toy Story aplicada a los videojuegos: los personajes virtuales siguen viviendo en su propio mundo una vez que los jugadores se han ido. Pero Ralph el demoledor no posee el contracampo humano, que es algo esencial de su modelo. Todo aquello que resultaba fabuloso y divertido en el original queda reducido a un imaginario bastante pobre y a un sentimentalismo forzado. La parte central de la intriga se desarrolla (o más bien se estanca) en el juego Sugar Rush: un mundo edulcorado en exceso que intenta disimular, bajo la profusión de tonos chirriantes, una pobreza visual y narrativa asombrosa. En lugar de construir un universo, el director amontona personajes conocidos y, sobre todo, una cantidad de marcas de productos pocas veces vista en la pantalla.
El gran presupuesto y la maestría de los efectos especiales digitales no llegan nunca a compensar el déficit de una escritura rutinaria que se obstina en empantanarse sobre un único decorado. La pareja de personajes centrales (el gigante del título y una pequeñita marginada del juego, que recuerdan físicamente al dúo de Monsters Inc.) emprenden la búsqueda de la medalla de “héroe” mediante una sucesión de escenas repetitivas en un océano de fealdad interminable. El grandote deprimido por su condición de eterno villano deberá redimirse salvando a la niñita traviesa, entre guiños nostálgicos destinados a garantizar la adhesión de los consumidores de videojuegos de antaño y la peor sensiblería marca Disney. Un himno a la familia y al consumo, políticamente correcto y terriblemente aburrido.