Elogio de la resistencia
Realización de dos cineastas barilochenses que desempeñaron todos los rubros, el documental de Fernando Molina y Nicolás Bietti sigue de manera ejemplar a los empecinados pobladores de una comunidad del sur chileno azotada por las calamidades.
“Estoy seguro de que el bote está enterrado acá”, dice el Turco, saliendo por un instante de su ensimismamiento y señalando, en una foto, lo que alguna vez fue un terraplén y ahora es un brazo del río. “Debe ser un castigo de Dios, ¿no?”, especula otro poblador, con las paredes de lo que fue su casa todas tapizadas de imágenes cristianas. En verdad, la suma de desgracias padecidas por los pobladores de Chaitén, pequeño pueblito pesquero del sur de Chile, invita a pensar en que alguna fuerza superior –bíblica o no– descargó todas sus furias, una detrás de otra. Primero el volcán vecino entró en erupción, arrasando el pueblo y llevando a que las autoridades lo evacuaran y cerraran. Después las lluvias hicieron desbordar el río, inundando las calles y convirtiendo los sedimentos volcánicos en capas de barro en las que se hundió todo: viviendas, autos, embarcaciones, bienes. Más tarde, un incendio no pudo ser conjurado, por un corte de agua preventivo, resuelto por la intendencia del lugar. Y a pesar de eso, el Turco y otros más volvieron al pueblo, desafiando la decisión de las autoridades, y no piensan abandonarlo.Retrato de una comunidad al borde de la extinción, y también de una resistencia que tal vez responda a una ciega tozudez o a la íntima convicción, Refugiados en su tierra llega a la cartelera porteña tan sola como se hizo. Película de dos cineastas barilochenses que la produjeron, escribieron y filmaron, desempeñando todos los rubros, como lógica continuación de esa tozudez o convicción de Fernando Molina y Nicolás Bietti, Refugiados... se estrena en una única sala porteña, la del Incaa Km 0 Gaumont, sin campaña de lanzamiento, servicio de prensa ni nada parecido. Un simple mail personal alertó a Página/12, encima de la fecha, que este film exhibido y premiado en casi medio centenar de festivales se estrenaba en Argentina, dos años más tarde de haberlo hecho en Chile. Así son las cosas en el planeta del cine independiente, cuyos pobladores están habituados a resistir con tanta tozudez o convicción como los de Chaitén. Sin tantas ni tan graves calamidades encima, claro.Conviviendo durante nada menos que cuatro años con el millar de pobladores refractarios a emigrar (el documental como producto del tiempo, como suele suceder), el film de Molina y Bietti documenta el estado de cosas en Chaitén desde mediados de 2008, tras la erupción del volcán y las lluvias e inundación posterior, hasta 2012, cuando tiene lugar una resolución que no se anticipará, para no andar espoileando (sí, un documental puede trabajar sobre una incógnita a resolver). Por razones de organización narrativa, el relato se centra sobre tres personajes: el Turco, que pasa las horas sin su barca, y otros dos cuyo nombre se ignora. Uno es el anciano resignado ante el castigo divino, y otra, la mujer que en reuniones y asambleas aparece como la más resuelta, lúcida y combativa de la comunidad. “Tu casa está donde estaba”, le dice el Turco a un vecino que vuelve al pueblo. “Sí, donde estaba, pero hundida”, contesta el otro en un alarde de humor negro de a dos.Si las viviendas que quedan más o menos en pie no tienen luz ni agua, si el río en cualquier momento puede desbordar otra vez, si las autoridades cerraron el pueblo, ¿qué sentido tiene quedarse? ¿Para qué? Habrá que preguntarles a estos últimos resistentes de Chaitén, que se aferran a lo que incluso ya ni tienen. Molina y Bietti tienen claro qué hacer: quedarse allí mientras quede un vecino en pie, registrando un proceso que si algo no tiene (no puede tener) son acontecimientos. Básicamente nada pasa. Más allá de unas grúas paleadoras, el barro no baja. Los vecinos se reúnen en asambleas que recuerdan a las de Tierra y libertad (Ken Loach, 1995), pero no terminan de ponerse de acuerdo en qué reclamar al gobierno: si agua, si luz, si terraplenes para frenar el posible avance del río. El Turco piensa, medita, calla, le da vueltas a un problema al que no le halla solución. Su derrumbado silencio recuerda al de Yekaterina Golubeva en Few of Us, de Sharunas Bartas (1996), que también documentaba los últimos días de una comunidad en extinción. Con una diferencia nada menor: no es seguro que la de Chaitén se extinga.Salvo unos minutos de más en el metraje final, Molina y Bietti aciertan en todo. Los planos mudos y elocuentes, la duración y espesor de cada uno de ellos, la narración en estricto presente, el relato que sabe tanto (o tan poco) como sus protagonistas, la oscuridad del encuadre, que reproduce la de un lugar sin corriente eléctrica, el prolijo y exacto suministro de información esencial de contexto, mediante carteles que aparecen al comienzo y al final. Sin excluir la extraordinaria secuencia inicial. Tormenta salvaje desatada en la noche, entre relámpagos que iluminan y oscurecen, ráfagas de viento sacudiendo la columna sonora, la potencia visual y sensorial en estado puro de esa secuencia recuerda los primeros tiempos del cine, cuando el arte nuevo se dejaba arrastrar por las fuerzas de la naturaleza, un siglo antes de refugiarse para siempre en la protegida comodidad de lo digital.