Un diario de preguntas existenciales
Manifiesto a la vez político y artístico, el nuevo film del director de Cabeza de palo expresa su relación con el cine y lo sagrado.
La historia que cuenta el cineasta Ernesto Baca en Réquiem para un film olvidado tiene su inicio en una fecha muy precisa y de perfil profético: 12-12-12. Ese día, el 12 de diciembre de 2012, la multinacional Kodak discontinuó la producción de película para cine, demoliendo sus plantas productoras. Por eso la palabra “film” en el título resulta precisa e irremplazable: Baca se apresta a narrar la historia personal de su vínculo no solo con el cine, sino con el film, ese soporte físico y vital que signó los primeros cien años de historia del arte de la imagen en movimiento.
Baca es un artista que milita por aquellos formatos tradicionales que el devenir tecnológico ha declarado obsoletos y Réquiem para un film olvidado –que se dice inspirado nada menos que en La sociedad del espectáculo, el radical texto de Guy Debord– es un manifiesto a la vez político y artístico. Un acto de magia, en tanto el director de Cabeza de palo (2002) entiende al cine como la manufactura de lo maravilloso, pero también como un acto de resistencia en la batalla contra la extinción. Construida a partir de las herramientas del cine experimental, que en sus manos parecen producir resultados no muy distintos de los obtenidos por precursores del género como Narcisa Hirsch o Claudio Caldini en la efervescente década de 1970, la película representa un verdadero desafío para el espectador actual. La narrativa de Baca es arborescente, deambulante al punto de muchas veces parecer inconexa. Pero en ese dejar fluir su propio relato el director va acumulando ideas y preguntas, aunque a veces su prosa se vuelve algo excesiva, recargada.
Entre las muchas ideas que propone, Baca relaciona el concepto de lo maternal, ese núcleo que representa el propio origen y la conformación de una identidad, con lo que para él mismo en tanto artista significan los formatos experimentales del cine analógico, en particular el Super 8. Del mismo modo compara el cambio de costumbres que implicó su conversión a la religión hindú siendo parte de una familia de tradicional base católica, con el cambio que representa el paso del celuloide al digital en el cine. Alteraciones que para un cineasta radical implican antes un cambio de fe que una mera modificación en las condiciones de trabajo. Porque Baca parece relacionarse con el cine del mismo modo en que se relaciona con lo sagrado, como si de algún modo las películas encarnaran la parte trascendente de su forma de transitar lo humano.
Sin embargo, hay mucho de digital en el cine de base analógica de Baca. En su extraordinaria banda sonora se superponen una cantidad de sonidos muchas veces cercanos a géneros de la música electrónica como el noise o el industrial, que generan el ambiente ideal para los alucinados montajes de Baca. Pero al mismo tiempo resultan ambiguos en relación con su manifiesto de artesano pre digital. A esta aparente contradicción responde el propio director, ya pasada la primera mitad de la proyección: “Madre, ninguna cultura está separada de otra. Esto es una ilusión. Ninguna cultura es mejor que la otra. Esto es otra ilusión. Todas tienen sus propios fines y solo tomamos de ellas lo que de verdad nos sirve.”
De esta forma Réquiem por un film olvidado no solo es el registro de una búsqueda estética y cinematográfica, sino un diario de preguntas existenciales que alimentan una búsqueda mayor, algo que con ligereza reduccionista podría entenderse como el sentido de la vida. Y en el medio una declaración de principios que es a la vez un grito desesperado: “No busco público: busco testigos.”