El experimento
La primera secuencia de Resident Evil 5: la venganza viene a dejar en claro que el director Paul W. S. Anderson hace lo que quiere: se muestra, en cámara lenta y hacia atrás (las imágenes se proyectan al revés en el tiempo) una larga escena con disparos, aviones, misiles, explosiones y acrobacias, entre otros descalabros bélicos. Todo esto suena a lujo, a alarde que solo un cineasta maduro está en condiciones de lograr; sí, aunque les suene raro o les cueste aceptar la idea, lo que hay en Resident Evil 5 es el signo de una madurez, de una plenitud estética. No se trata de una obra maestra ni del mejor cine del mundo, pero sí de un buen cine, por momentos muy bueno incluso, que conoce sus limitaciones y explota al máximo sus posibilidades y, de paso, casi sin querer, dice alguna que otra cosa sobre la actualidad.
La madurez de Anderson se nota en el pulso a la hora de filmar (aunque “diseñar” sería más apropiado) la acción. Las proezas imposibles de Alice dan como resultado una coreografía que mezcla balas y una suerte de danza tecno, y los combates son un caos de movimientos y velocidades fruto de una planificación minuciosa de la escena. El director apuesta a frases y gestos hiperbólicos que cargan con una marcada autoconsciencia pero sin llegar al cancherismo, lo que le interesa a Anderson son esos movimientos artificiales y sintéticos, posibles solo dentro del universo de las películas de Resident Evil que, felizmente, siempre traicionaron la historia del videojuego para bien.
Ese regodeo en lo sintético está en el ADN mismo de la saga, y aparece tanto en la cuestión genética que es el telón de fondo del relato como en el contexto cada vez más paranoico y conspirativo que, por vía del exceso, parece reírse del discurso tan de moda que quiere venir a descubrirnos, en clave de denuncia, la vigilancia de los gobiernos y las corporaciones. Resident Evil 5 lleva todo a un límite del que no se vuelve o se vuelve distinto, necesariamente cambiado, como la nave que retorna de otra dimensión en Event Horizon, también de Anderson. Como los especialistas en los pasillos de la malvada Umbrella, Anderson diseña un cine a la manera de un científico loco, experimentando con pedazos de información genética provenientes de cuerpos cinematográficos tan disímiles como el terror, la acción o la ciencia-ficción. Un cine in vitro salvaje, que no le teme a los excesos y que, conforme pasa el tiempo, logra poner en práctica una ecuación particular: cada secuela de Resident Evil gira más sobre sí misma y refiere menos al videojuego, el mundo o las películas anteriores. Se trata, es verdad, de un experimento un poco monstruoso, como la Reina Roja, el programa de seguridad que toma el control de la corporación y quiere acabar con la humanidad: un cine autosuficiente, que se abastece con sus propios materiales, que cada vez aprovecha más la animación (porque lo digital, en estos casos, es eso: una técnica de animación), y depende menos de la realidad. Sorpresivamente, tomando como escenario una base subterránea y unas ciudades falsas, de laboratorio, el fim se exhibe vital y enérgico, sin la abulia de los temas importantes, con la imagen y su plasticidad como único y verdadero centro. Películas como Resident Evil 5 nos recuerdan que el cine, además de sonido, siempre fue una cuestión de imagen.