Rosetta

Crítica de Roger Koza - La Voz del Interior

Una película del futuro

En un artículo reciente, el cineasta Nicolás Prividera dice: “El primer día de 2010 se estrenaron en Argentina Avatar y Rosetta, dos filmes que representan dos modelos en pugna, de cuya batalla final en el nuevo siglo resultará que el cine -ese arte del siglo XX- logre perdurar, o bien dejar definitivamente atrás lo que supo ser (un avatar esencial de la modernidad) para volver a sus orígenes como mero espectáculo de feria”.

El dictamen de Prividera coincide, retrospectivamente, con el de un colega suyo, el presidente del jurado de la competencia oficial de Cannes 1999, David Cronenberg. El responsable de Una historia violenta afirmaba en el periódico Libération, a propósito de su decisión de otorgarle la palma de oro a Rosetta de los hermanos Dardenne: «Hemos elegido lo que creemos será el futuro del cine, y sabemos que aquello que hoy está en los márgenes como siempre habrá de acabar en el centro… Desde mi punto de vista es pesimista Shakespeare enamorado, pues demuestra no tener fe alguna en el cine. Mientras que Rosetta me permite ser optimista debido a que muestra que el cine puede cambiar el mundo y que posee todavía el deseo y la fe de transformarlo”.

El cine de los Dardenne interpela el presente sin condescendencia alguna; sus películas son filmes-relámpagos que iluminan la tristeza y la desesperación del mundo con la pretensión de alterar, por mostrar, el orden simbólico que las produce. Y a veces lo consiguen. Justicia poética y ejemplo del poder político del cine, la ley laboral para adolescentes en Bélgica, instituida el 12 de noviembre del 2000, se llama Plan-Rosetta. Cronenberg, el lúcido, tuvo razón.

Rosetta cuenta la historia de una adolescente de 17 años perteneciente a la clase trabajadora que intenta trabajar para mantenerse y para mantener a su madre, una alcohólica compulsiva. El relato se circunscribe a mostrar la cotidianidad de Rosetta (Emilie Dequenne), dividida entre rituales de supervivencia y su rutinaria búsqueda de empleo. Puede ser la experiencia de cualquier púber de Córdoba, aunque el filme transcurre en Seraing, una ciudad de Bélgica que supo ser industrial.

Rosetta pertenece a una generación que desconoce la pertenencia al movimiento obrero y sus luchas sociales. Su percepción de sí es solitaria, atómica, desvinculada de una conciencia de clase. Una mónada sin historia, una existencia inmediata. Por eso, la aparición de un otro, un joven llamado Riquet (Fabricio Rongione), a quien conoce en el paso fugaz por un puesto de trabajo, le permite reconsiderar su identidad en otros términos. Debe ser una de las escenas más conmovedoras del cine contemporáneo: Rosetta, antes de dormir, repite su nombre en primera y tercera persona. Es un diálogo, un monólogo. Tiene un amigo, tiene un trabajo. No es más un fantasma ante el gran Otro. Es alguien para otro, ya no está sola, al menos por un tiempo.

Diríase que los Dardenne postulan un nuevo universo laboral al que consideran una zona de guerra: conseguir un empleo es participar en un combate. Si en Die Dreigroschenoper Brecht decía que el pan viene antes que la moral (debo esta cita al análisis de Jonathan Rosenbaum respecto de este filme, publicado en Essential Cinema, 2004), aquí la sentencia adquiere una materialidad opresiva. Tal sensación es conquistada por una construcción formal subordinada al relato. La cámara persigue a Rosetta como si ésta fuera un soldado en el frente: planos secuencia, cámara en mano, nada de música extradiegética. El sentido de urgencia se materializa en la respiración del combatiente, acaso el efecto sonoro más contundente del cine de los hermanos Dardenne. La cámara sólo se aquieta cuando Rosetta consigue un empleo y un amigo. Pero en la guerra la quietud es una pausa en la disputa.

Lo sabemos: el desempleo disciplina, provoca comportamientos vergonzosos. Véase la escena en la que Rosetta delibera sobre dejar hundir en el río-pantano a su único amigo o salvarlo: ¿supervivencia o solidaridad? Esta escena se repite directamente en el espacio por antonomasia en donde se lucha cuerpo a cuerpo: un puesto. El enfrentamiento entre Rosetta y Riquet, tras una táctica legítima de combate, implica en el orden de la trama una suspensión biológica de la ética, y una decisión filosófica y narrativa por parte de los realizadores para ver hasta dónde puede socavar este nuevo estado de guerra la decencia de quienes combaten, compiten. En este sentido, como lo entendiera Bresson (acaso Rosetta sea una lectura materialista y actualizada de su Mouchette) lo que se puede decir con el sonido y la imagen es suficiente. Aquí el sonido de la motoneta de Riquet deviene, en la escucha de Rosetta, en el repiqueteo musical de un redoblante perteneciente a un ejército imaginario que anuncia la cercanía del enemigo. La puesta en escena de los Dardenne es precisa y austera, pero lo que ocurre entre los planos y con los planos habla de un dominio del medio propio de maestros. ¿O no se transfiere a quien mira el peso de una garrafa, el sabor de un huevo duro, la angustia localizada en la panza, el barro que hunde? La coherencia entre forma y contenido hace que el espectador experimente con su propio cuerpo la materialidad de la película.

Los Dardenne carecen de escepticismo. Creen en el cine porque creer en él es volver a creer en el mundo. En efecto, Rosetta apuesta a un tipo de dignidad condensada en el último pasaje de su trama, en donde ambos personajes son testigos, como nosotros, de una metamorfosis. Es el gesto que convierte a un animal moribundo como Rosetta en un agente libre que impugna toda injusticia.