Cuando el rock era amor y peligro.
No hace tanto tiempo, en una galaxia no tan lejana, por las venas abiertas del rock todavía fluía peligro. Y no sólo era peligroso por el odio corriente de los grises a la elección de una estética personal por fuera de la media, sino que también -a pesar del espíritu naif de las propuestas- era una amenaza real a una sociedad en gran parte racista y retrógrada de la Washington Reaganiana. Corría la era analógica y el Do It Yourself explotaba su costado más romántico; los flyers y fanzines prephotoshop decoraban una época en que punks, skins e incipientes straights compartían shows de bandas con el potente sonido de la libertad. Acordes de quinta rabiosos tocados con pasión, acompañados del “tupá tupá” rítmico y los gritos podridos del hardcore-punk más true, ese que todavía aman algunos jóvenes snobs anacrónicos pero hiperdigitalizados que se la pasan buceando en ese todo y nada a la vez que es la querida Red, buscando su identidad y tratando de pertenecer a una escena perdida que no se podrá repetir nunca. Que no se podrá repetir por eso del lugar y el momento indicado y bla bla, pero aquella Washington más punk que casi toda Londres nos legó unos cuantos ecos. Uno de ellos fue la siempre sobrevalorada Nirvana; banda que no cambió el mapa musical sino el negocio. La música alternativa iba a seguir existiendo con o sin Nirvana, y el legado grunge en el plano musical también los trasciende, pero ellos, consecuencia del último punk underground (en el documental, entre otros músicos más representativos de la escena, habla Dave Grohl, miembro de Mission Impossible en aquellos salad days) traicionaron uno de los mandamientos fundamentales de las escenas independientes: se vendieron al mainstream; y su éxito fue tan feroz que el rock cambiaría para siempre; Cobain se dio cuenta de que había matado al rock y se voló la tapa de los sesos…no, la historia nunca es tan simple, pero algo de eso hay. Todo esto de “venderse” visto desde el mundo actual es una pelotudez, desde nuestra mirada adulta y absorbida por el liberalismo económico reinante, que una banda la pegue de manera individual, que se salve por mérito propio (ese darwinismo encantador para todo liberal) está bien visto. Pero hubo una época en que existían las escenas (los movimientos, lo colectivo), y una de ellas -con independencia real y colectiva- se daba en la Washington de principios de los 80, donde los Dead Kennedys daban un show antireagan casi al mismo tiempo en que los locales Bad Brains presentaban ese gran primer disco que mezclaba hardcore-punk con reggae, y Minor Threat sacaba su tema “Straight Edge” y accidentalmente (o no) generaba el movimiento straight vegano-antidroga-antigarche; para algunos la grieta del Washington hardcore, aunque en realidad el straight militante y neofascista surgió recién a fines de esa década y en otras ciudades, como por ejemplo, Nueva York.
Salad Days hace una revisión fiel y exhaustiva -para sus no más de 90 minutos- del fenómeno de la escena de Washington (que, vale aclarar, no era la única que se estaba gestando a mil por hora en aquellos años americanos; las escenas de Nueva York y de la baja costa oeste contaban con bandas igual de importantes para el futuro musical distorsionado como Agnostic Front en NY, o los californianos Black Flag y TSOL). El documental nos invita a conocer al menos un mínimo del mencionado peligro que todavía tenía el rock (riesgo en términos relativos, claro que el rock nunca fue revolucionario sino rebelde). Salir a la calle y que puedan pegarte por tu elección estética, por tu corte de pelo, por tu aros, por tu cara, o las peleas y el olor a riesgo de los recitales, forman parte de cosas que ya no suceden; el punkrocker padecía un sufrimiento análogo al que pueden sufrir muchas minorías (más en ese momento en USA pero también hoy en día y también en estas tierras) como los negros, maricones, latinos, etc. Incluso el peligro se extendió hasta principios de los 90; tal vez internet haya terminado de sacarle peligro al rock, junto al monstruo mercado, claro, que vampirizó y vació de contenido la estética de las subculturas que tenían algo más para decir que unos nuevos peinados raros. La columna vertebral de Salad Days son las palabras de Ian MacKaye (voz de Minor Threat, entre otras, y parte de la ahora de nuevo de moda Fugazi) pero uno de los comentarios más interesantes (con un sentido mil veces escuchado pero que siempre aporta claridad, sobre todo al lego) es el comentario de Mark Sullivan de la olvidada Kingface: “Uno pensaba que para ser músico tenía que ser como Jaco Pastorius, y no”; esa es la definición más pura del punk y del hardcore, todos podemos tocar -todos podemos poguear. La movida de Washington de aquel momento estuvo más cerca del hardcore que del punk en cuanto a melodías y actitud, y por eso Salad Days tiene en sus primeros minutos un tema en vivo bien podrido de Bad Brains y no uno de sus experimentales sonidos rastafari o un tema más bubblegum. El sonido de los archivos audiovisuales utilizados por el director Scott Crawford no son de lo mejor, y, por momentos, la película se pasa de informativa y pierde la potencia narrativa que parecía tener en su primera parte. De todos modos, se erige como una guía y un producto excéntrico para el público festivalero, y como un must del todavía asiduo consumidor o partícipe de esas subculturas tan atractivas como contradictorias, tan potentes como ingenuas, y tan explosivas para los jóvenes, como fueron el hardcore y el punk.