Siempre nos quedaba París.
Una sola frase, una sola línea de diálogo al principio de la película amenazaba con condensar y anticipar todo lo que podía venir después: un embajador norteamericano en París le pregunta a su ayudante si sabe con cuál de las dos secretarias se está acostando un ministro francés. El joven responde “con las dos, señor”; acto seguido, siendo la única persona en la habitación, el embajador espeta una línea para la cámara, como buscando la complicidad con el público: “¡Dios, amo a los franceses!”. En ese gesto tosco de cancherismo cinematográfico podía llegar a traslucirse una eventual visión del mundo nada original: París como un lugar exótico, en el que los franceses son amantes de profesión. Por suerte, ese comienzo no es más que un amague, y el director Pierre Morel rápidamente se encarga de dejar bien en claro que Sangre y amor en París mira a esa ciudad desde una óptica distinta, casi como operando un pintorequismo al revés: la torre Eiffel es mostrada en sus rincones menos explorados (hay una muchedumbre que desayuna de pie como en cualquier local de comida rápida), los suburbios parisinos más transitados son barrios pobres y peligrosos llenos de pibes chorros, asesinos, narcotraficantes y terroristas (si, hay todo eso), lugares frecuentemente exóticos para el cine (un restaurante chino, por ejemplo) son filmados de manera corriente como intentando despojar de su aura de misterio a ciertos territorios cinematográficos. De alguna forma, ese gusto por todo lo bajo y podrido de París lo inicia la llegada del exageradamente estereotípico Charlie Wax, agente norteamericano que parece venir a colonizar París con el cinismo y la ordinariez estadounidenses como sus armas más devastadoras. Si la mayoría de las actuaciones de la película son tibias y sin nervio, el Wax de Travolta, más allá de su ideología repelente, es un personaje casi antológico, enviado para destruir a patadas la corrección del género e instaurar su reinado soez, machista y con olor a hamburguesa de McDonalds. De todos los rasgos que Travolta le imprime a su Charlie Wax, probablemente el más impactante sea la forma de moverse: el agente estadounidense es grandote, torpe y bruto pero también ágil, habilidoso y preciso; de las escenas de acción, filmadas de manera confusa y a veces ininteligible, lo más interesante es el despliegue físico de Wax, espectáculo aparte que justifica la visión de tanto tiroteo horriblemente editado.
Lecciones imperialistas. Pero la presencia de Wax es tan fuerte que la película se va a encandilar con su figura y va a empezar sospechosamente a darle siempre la razón, incluso cuando el agente le diga a su aprendiz (después de asesinar a una mujer a sangre fría de un tiro en la cabeza) que su novia y futura esposa es una terrorista internacional. No es que ese giro imprevisto no sea viable en el guión, pero lo que molesta es el mal sabor de boca que deja el cierre de esa escena (que podría traducirse en palabras así: “Wax tenía razón”). Regodearse en la muerte de los villanos es algo que se puede dejar pasar por su carácter de convención genérica, pero que la película elija ponerse del lado de Wax después de semejante asesinato (y se pone de su lado porque hace la vista gorda y nunca condena semejante hecho) es grave y debería ser el punto en que el espectador necesariamente se distancia de la historia y los personajes. Una cosa es la decisión de hacer que todos los orientales que aparecen en el film sean narcos o pandilleros, y todos los árabes fanáticos incurables (el gesto funciona como provocación pero también como quiebre de la corrección política) pero otra muy distinta es apoyar el asesinato y la persecución en nombre de una vaga e indefinida guerra contra el terrorismo. Si Morel al menos se atreviera a discutir con Wax y los poderes que representa, a ponerlo en cuestión, Sangre y amor en París quizás habría sido una película muy rescatable en su postura irreverente. Pero desde la escena en que Wax le revela a su compañero el engaño de su mujer, el film produce un asco moral que va a ir creciendo a medida que avance la historia, hasta el final con el reencuentro del joven y su ex novia, cumbre máxima de estupidez e irresponsabilidad ideológicas en la que se percibe hasta un grosero intento de lección ética, una especie de adoctrinamiento imperialista.