“Un rabino que no tiene deudas no tiene proyectos”, es el lema de Aarón. Por eso pidió un préstamo de 150 mil dólares para remodelar su sinagoga. El lugar quedó muy bonito, pero estamos en la Argentina: una devaluación inesperada convierte al préstamo en un salvavidas de plomo. Y los acreedores amenazan con rematar el templo. Por eso, después de fracasar en Nueva York, el rabino parte hacia Taiwán para conseguir donaciones que le permitan salvar el edificio. Tiene diez días de plazo.
Se supone que el primer largometraje de ficción de Walter Tejblum es una película de personajes: la galería humana que rodea al rabino en Buenos Aires sumada a la fauna que se va cruzando en su periplo por el lejano Oriente. Pero la única de estas criaturas que está bien delineada es el prestamista, Suárez (Carlos Portaluppi); los demás están desdibujados y no terminan de provocar gracia ni ternura. Así, esta comedia agridulce no tiene cimientos que la sostengan y termina siendo una fábula moral insulsa, que nunca justifica el esforzado viaje de Aarón.