Un amor sin palabras
En “Siete perros” el director Rodrigo Guerrero exhibe la historia de un hombre al que obligan a desprenderse de sus mascotas.
Una vida de perros no es lo mismo que una vida con perros, aunque Ernesto Lino (Luis Machín) hace equilibrio entre ambas situaciones en Siete perros, lo nuevo del cordobés Rodrigo Guerrero. El título de la película alude al literal septeto de canes que comparte departamento con el solitario protagonista, que parece encontrar en ellos el consuelo y la fraternidad que le están vedadas por su condición familiar, social y económica.
El afuera se le revela hostil al personaje de manera explícita: los vecinos del edificio en el que vive se oponen a instancias del consorcio a que él posea tantos perros, y en una reunión de mediación comandada por la severa Angélica (Eva Bianco) lo obligan a desprenderse de sus animales y a quedarse con solo dos de ellos bajo amenaza de expulsión.
La exigencia cuantitativa se opone así al indivisible amor que siente Ernesto por sus mascotas, por otra parte diversas en color, raza y tamaño y reconocibles por sus nombres: Panchita, Chipá, El Ruso.
“Los perros te cambian la vida”, dice él, y es inevitable asociar la ficción con En compañía de Ada Frontini, documental portador de una sensibilidad afín.
Ernesto dedica gran parte de su rutina a bañar a sus perros, a darles de comer, a pasearlos, a acariciarlos. Por lo demás su existencia es difícil: una trafic lo transporta regularmente para realizar debilitantes sesiones de diálisis y el vínculo con su hija y su nieta (en un momento se revela que él es viudo) tiene lugar a través de una computadora.
Pero Guerrero acierta en evadir el retrato patético matizando el intercambio de vecindario: Ernesto juega al ajedrez con un joven que vive medio apretado (Maximiliano Bini), habla de historia argentina con una adolescente a la que no le va tan bien en la escuela (Paula Galinelli Hertzog) y entabla conversación con una simpática pero agitada madre soltera (Natalia di Cienzo): todos cargan con algún drama y Ernesto acepta las circunstancias con frágil pasividad, en una fábula cotidiana en la que de a poco irá repartiendo sus queridos perros.
Desembarazarse de las mascotas representa un vaciamiento para el protagonista, y Machín sobrelleva ese traumático proceso -quizás demasiado abrupto- con destreza de gestos. La fotografía de Siete perros es asimismo clave, ya que exhibe un interior modesto y cálido a tono con la cruda belleza de la película, que no busca más respuestas que lo visible.