En un departamento apenas iluminado de la ciudad de Córdoba, Ernesto (Luis Machín), cumple su rutina con letargo, como si estuviera matando el tiempo en lugar de vivir. La muerte de su esposa y la distancia geográfica con su hija y su sobrino le pesan en esa cotidianidad donde el único refugio son sus siete perros, aquellos que le dan un propósito para levantarse todas las mañanas, un razón de ser en ese espacio a veces lúgubre que el realizador Rodrigo Guerrero retrata con planos cerrados. Eventualmente, su largometraje empieza a desplegarse a medida que su protagonista lo hace cuando recibe un ultimátum: o ubica a sus perros en otro lugar o deberá dejar el edificio.
Sin golpes bajos (con excepción de una escena un tanto dura pero orgánica para la narrativa), el guion de Paula Lussi construye esa epopeya de un hombre común que -como ya hemos podido ver en Wendy y Lucy de Kelly Reichardt- reconoce que lo mejor para sus perros es la posibilidad de encontrar nuevos hogares. Luis Machín está excepcional en las secuencias en las que dialoga con sus vecinos más empáticos, aquellos que se ponen en su lugar porque, en mayor o menor medida, también conocen la soledad. El plano final, con esa charla virtual que deja al protagonista con la mirada perdida, es un perfecto símbolo de lo que atraviesan quienes padecen un duelo pero intentan, aunque les cueste, no rendirse a la autocompasión.