Ni blanco ni negro
Un policial centrado en un accidente con imprevisibles consecuencias.
Un caso policial puede dispararse hacia cualquier lado, cambiando la vida de todos los implicados en él. Pero no sólo los responsables directos, sino la de todos aquellos que, por circunstancias del destino, aparecen mezclados en él. Y la tesis expuesta en Sin retorno –en el título, sin ir más lejos- es que de esas situaciones no se vuelve. Al menos, no como se entró.
El caso que narra el filme es, en principio, simple. Un hombre para (mal) su bicicleta en una avenida para recoger unos importantes papeles que se le cayeron y que se los dio su padre (Federico Luppi). Justo en ese momento pasa en su auto Federico (Leonardo Sbaraglia), un ventrílocuo que viene de trabajar, y se lleva la bici por delante al esquivar un muy poco claro (cinematográficamente hablando) desvío de tránsito. El golpe arruina la bicicleta, pero no le hace nada al muchacho en cuestión.
Pero apenas un minuto después pasa lo peor: Matías (Martin Slipak) sale con un amigo de una fiesta para buscar más hielo, y ellos sí se llevan por delante con fuerza al hombre, que todavía estaba ahí, shockeado por el accidente anterior. Los adolescentes dudan, pero deciden escapar de la escena del crimen (el hombre sangraba, parecía muerto), esconden el auto y mienten respecto a lo sucedido.
La aparición de la noticia en los medios, la ineficiencia de la policía y la Justicia, y el consecuente escándalo (Luppi termina convertido en una especie de Blumberg) llevan a que Federico, que estaba justo saliendo del país de vacaciones (ay, esas casualidades de guión) pase a ser el sospechoso principal, y que los vecinos “testigos” confundan ambos accidentes, asegurando que él fue el responsable, por más circunstanciales que sean las evidencias.
Durante su primera hora, Sin retorno es un policial menor, no mucho más complejo ni desarrollado que un capítulo de alguna serie estadounidense tipo La ley y el orden , ni tampoco mucho más cinematográfico en su tratamiento. Sólido y bien actuado, pero rutinario y metódico, casi programático.
Pero las cosas mejoran, y bastante, en su última media hora, aunque contar qué es lo que sucede allí sería revelar demasiado. Digamos que las cartas cambian de mano, que la tensión y el peligro son mayores, y que los dilemas morales no se enuncian sino que se ponen en juego en cuestiones de vida o muerte. Y que los personajes, especialmente el Federico de Sbaraglia (su transformación de timorato humorista a potencial vengador es sorprendente), crecen y se vuelven más ricos y complejos.
Lo interesante, además, de Sin retorno , es observar las consecuencias de un caso policial que puede ser sólo un accidente (¿no será, finalmente, el hijo del personaje de Luppi el que causó todo el caos posterior?), pero que termina generando infinidad de versiones.
“Cada uno tiene sus razones”, decía Jean Renoir y a esa máxima le hace honor Cohan: llevados por las circunstancias, todos toman decisiones moralmente cuestionables pero, a la vez, entendibles desde la confusión y/o la debilidad. Y la película no busca culpables en los protagonistas. Llegado el caso, la culpabilidad podría recaer en una sociedad que pretende que las cosas sean siempre claras, de manual, blancas o negras. Y no es así: el gris es el más común de los colores.