La más realista y perturbadora de las fábulas
Hasta ahora asistente de dirección de Marcelo Piñeyro, Cohan sabe contar el cuento, pero logra otra cosa a la que los buenos policiales no necesariamente aspiran, pero inevitablemente alcanzan: muestra como ente criminal a la sociedad que le sirve de caldo.
Para hacer un buen policial hay que haber frecuentado el género. Se requiere rigor, cuidado por el detalle preciso, picardía para la sorpresa, habilidad en la dosificación de información, pulso firme y capacidad de generar tensión a través del encuadre y el montaje. Graduado de la FUC y formado durante años junto a Marcelo Piñeyro, Sin retorno parece indicar a Miguel Cohan, hasta ahora asistente de dirección, como alguien que tiene lo que hay que tener. Sabe contar el cuento, pero logra otra cosa a la que los buenos policiales no necesariamente aspiran, pero inevitablemente alcanzan: muestra como ente criminal a la sociedad que le sirve de caldo.
En nueve de cada diez casos, el género funciona como calmante de la clase media, desplazando el crimen hacia uno de los extremos de la pirámide social. Sin retorno pone al espectador de clase media frente a un espejo turbio. Policial genuinamente argentino, no es raro que la cadena de culpabilidades y ocultamientos que la película desata se origine en un accidente de tránsito. Nadie tuvo la culpa, podría pensarse. Ni el tipo que en medio de la noche dejó la bicicleta sobre la calzada y se puso a buscar unos papeles, ni el que por una maniobra desgraciada lo atropelló, ni el pibe que venía atrás y por una distracción circunstancial le dio el golpe de gracia. Pero podría pensarse lo contrario: todos tuvieron parte de culpa. El de la bici, por confiar demasiado en el escaso tránsito de ese sábado a la noche. El que lo atropelló primero, por putearlo, en lugar de ayudarlo. Y el que venía detrás, por ocultar lo que pasó, “mandando en cana”, literalmente, a un inocente. Inocente de eso, al menos. Tal como suele suceder en la realidad, todos los personajes de Sin retorno funcionan como eslabones de la cadena de culpabilidades.
O casi todos. Posibles excepciones: una fiscal, que hace lo que corresponde, y el padre de la víctima (Federico Luppi, cuya sola aparición en un policial remite a Aristarain), que pudiendo hacer justicia por mano propia se niega, entreviendo tal vez que una ejecución a sangre fría no le devolverá a su hijo. Todos los demás están cuestionados. Incluyendo la víctima, sus dos atropelladores sucesivos, los padres del segundo de ellos, la policía (cuya presencia es tan inexistente como en la realidad), la compañía aseguradora y la Justicia, que halla culpable al que no fue. Todos ellos arman un rompecabezas de la normalidad de clase media. Desde el matrimonio integrado por un ventrílocuo (Leonardo Sbaraglia) y su esposa (la española Bárbara Goenaga) hasta la familia compuesta por un estudiante de arquitectura (Martín Slipak) y sus padres (el ingeniero Luis Machín y la odontóloga Ana Celentano), pasando por el liquidador de seguros, dispuesto a barrer todo bajo la alfombra, a cambio de un 20 por ciento (Arturo Goetz, con un peluquín que lo hace parecido a Pepe Biondi). Magníficamente actuada (con excepción de la decorativa Goenaga y un pico en Sbaraglia, que vira de la transparencia a la oscuridad), esas culpas repartidas no hacen de Sin retorno una de esas películas pesadamente culpabilizadoras, al estilo de las del mexicano González Iñárritu. Como el apellido del personaje de Sbaraglia (Samaniego) lo señala, Sin retorno aspira a la condición de fábula moral. Pero Cohan –cuyo timing y precisión le permiten no errar ni un solo encuadre– se cuida muy bien de moralinas y moralejas. Sin el menor subrayado, deja que cualquier conclusión se desprenda de los hechos. El trabajo sobre el punto de vista es ejemplar. Como en los films del vienés Otto Preminger (Más allá de la duda, ambiguo policial-moral-jurídico de Fritz Lang, es otro posible antecedente), el espectador es colocado no en el lugar de uno de los protagonistas, sino en el de todos. Pero nunca de modo definitivo. Tómese por ejemplo el personaje clave de Martín Slipak, capaz de generar repulsión, empatía, identificación y hasta piedad.
De modo contrario, el de Sbaraglia podría parecer, como algún héroe de Hitchcock, un falso culpable. Pero sucede que en Hitchcock, el falso culpable resultaba ser siempre, en el fondo, un verdadero culpable. De complicidad, voyeurismo, indiferencia o ambición. Que nada muy distinto suceda aquí lleva a pensar la ópera prima de Miguel Cohan como la más realista de las fábulas.