Hay dos maneras de ver “Sin retorno”. La primera, como policial: en ese caso, hay elementos que cierran mal o resultan arbitrarios. La historia es la de un adolescente que atropella y mata a un joven; miente, dice que le habían robado el auto y, tras quebrarse, sus padres lo ayudan a encubrir el asunto. El culpado –por presión del anciano padre de la víctima, de los medios y de la Justicia, presionada a su vez por los medios– es un pobre tipo que pasó por ahí y, antes, había tenido un altercado con la víctima. En toda esta fase del film, el guión muestra elementos apresurados y torpes. Hay personajes que no cumplen función, incluso elementos (¿Cómo es que nadie roba el auto “escondido” en una villa? ¿Cuál es el problema con la pérdida de un celular, cuando se lo da de baja?) que muestran descuido por tramar el crimen, algo que –incluso si se pretende un film “testimonial”– es imprescindible.
Esa es la segunda manera: como una película testimonial. En ese caso, si bien no se aparta en ciertos momentos del telefilm, la descripción es precisa y los actores –todos, pero en especial Ana Celentano y Leonardo Sbaraglia, ambos imágenes de la fiereza y la ambigüedad moral que surge por fuerza del destino– son personas reales, todo un milagro en el cine. Desde el momento en el que el falso culpable entra en la cárcel, la historia se vuelve al mismo tiempo angustiosa e inteligente. Quizás porque no importan tanto los detalles, o porque el preciso encuentro entre Sbaraglia y Celentano crea un estado de tensión, y de allí en más nuestro interés permanece, sólido, hasta el final.